"El chico del parking"
Aquel día de noviembre era gris y plomizo. Hacía frío y pocas ganas tenia yo de salir, pero tenía que ir al trabajo si quería comer y pagar el alquiler. La obligación de tener que ganar dinero a veces se me hacía insufrible.
Me había mudado recientemente a un nuevo bloque de edificios dentro de mi ciudad, y tenia la suerte de tener un parking muy cerca de casa, un parking gratuito, para los residentes, de esos con números en las plazas de coches. Casi siempre estaba lleno por esta razón. El trabajo me pillaba muy cerca del parking, y es por ello que lo dejaba allí antes de ir a la faena.
Ese día, como todos los días de lunes a viernes me dirigí a dicho aparcamiento a dejar mi coche. Hoy era viernes y tenía plan para esa noche; quedar con una chavala que me tenía medio enamorado. Era pelirroja y de mi estatura, pecosa y muy simpática. Creo que me estaba enamorando de ella, aunque solo hubiéramos estado juntos un par de veces...
Cuando me acercaba al parking observé que había una figura en la entrada. No podía verla bien porque la boca del parking subterráneo era oscura, y esa figura emanaba de la penumbra.
Conforme me acercaba vi claramente que se trataba de un chico de mi edad aproximadamente, de unos 35 años. Moreno de pelo largo, corpulento y con gorra de beisbol. "Solo le falta el bate para ser todo un jugador reglamentario", pensé.
Al llegar a su altura se giró hacia mí y con voz grave me dijo:
-Hey, amigo, ¿usted es de este barrio?
Me sorprendió la pregunta.
-Si, vivo dos manzanas más arriba, pero dejo el coche aquí. El trabajo me pilla cerca y voy andando. ¿Quién es usted, trabaja aquí?
Pareció no oírme y siguió diciendo:
-Conozco a una chica que se llama Jaqueline...
¡Vaya! la chica con la que iba a quedar esa noche también tenia ese nombre. Casualidades de la vida, pensé.
-¿Si?, vaya, qué bien. Yo también conozco a una chica con ese nombre. Y dígame, ¿trabaja en el parking?
Siguió sin responderme:
-Ella y yo tenemos un plan....
Me di cuenta de que tenía un ojo de cristal, y me dio dentera ver ese ojo. Además en el lado inferior derecho de la barbilla tenía una pequeña cicatriz. ¡Vaya belleza!, pensé.
-Amigo, ¿vive usted por aquí? ¿trabaja aquí? ¿cómo se llama? - le pregunté.
-Conozco a una chica que se llama Jaqueline...ella y yo tenemos un plan....
Vaya, parecía que este tipo además de tuerto y con cicatriz era un poco lelo. Parecía que repetía las frases como un loro. Empecé a pensar que era retrasado mental y que le habían dado un puesto de limpieza o algo así en el parking, por caridad.
-Si, ya lo ha dicho. Yo también conozco a una Jaqueline. Bueno, voy a seguir mi camino y a aparcar el coche. Que tenga buen día, amigo - contesté.
Nada más decir esto esbozó una sonrisa y dejo ver unos dientes brillantes como el acero pulido. ¡Vaya! eran de metal. Tan joven y con dentadura postiza, pobre, pensé por un momento.
Como salido de la nada apareció un bate de beisbol a gran velocidad de su flanco derecho y acto seguido impactó en el capó de mi coche. El ruido fue ensordecedor y el susto mortal. No entendía nada. ¿Porqué hacia eso aquel tío, que estaba pasando?.
Por un instante creí que me quería robar el coche. La primera reacción fue cubrirme la cabeza con los brazos y después preguntarle a gritos al individuo del bate:
-¡Hey, cabronazo! ¡¿qué estás haciendo?¡
-Ella y yo tenemos un plan.... - repitió sin alterar la voz.
Este individuo me cabreó de tal manera que salí de un salto del coche, cerré la puerta de un portazo y con un gesto amenazador de mi mano derecha le dije:
-Tu, cabrón de mierda, vale ya de vacilarme ¡no has debido hacer eso!. Me has abollado el capó del coche, y eso vale pasta, ¿entiendes? - chillé.
Sin contestarme rodeó el coche por el lado izquierdo y vino directamente hacia mi, con el bate de beisbol en la mano derecha. Empecé a entender que ese tío estaba realmente loco.
Aun así, mantuve la compostura y no me moví de mi sitio, con los puños cerrados. Estaba cagado de miedo, pero daba la sensación de controlar la situación. Así era yo.
Cuando estaba a menos de un metro de mi se paró y entornó los ojos. Se quedó callado y después me dijo: Vas a morir...
¿Cómo?, jajaja!, pensé. ¿Morir?, ¿pero este tío de qué va? - amigo, creo que has visto muchas películas de Viernes 13 - le contesté con cierta sorna. Joder, podría pasar alguien por la entrada del parking y echarme una mano - pensé.
-Conozco a una chica que se llama Jaqueline...ella y yo tenemos un plan....
-Amigo, ya me he enterado de que tienes una amiga que se llama Jaqueline, pero eso no me interesa nada, ¿comprendes? Voy a irme de aquí y no quiero volver a verte, tío feo - contesté cagado de miedo.
Observé claramente cómo apretaba el puño en el mango del bate de beisbol. Daba miedo, pero aún así de un movimiento rápido y ligero me metí en el coche y cerré la puerta, arranqué el coche e hice un giro de 180 grados que ni los pilotos de carreras que salen en la TV. Cual fue mi sorpresa cuando vi a este tipo cortándome el paso y repitiendo como un magnetófono:
-Conozco a una chica que se llama Jaqueline...ella y yo tenemos un plan....vas a morir
¡Dios!, ¿pero qué era todo aquello?, ¿un cámara oculta de un programa de humor, o algo así?.
Empezó a dar golpes en el capó del coche, golpes acompasados y suaves, mientras repetía la frase "vas a morir". Era realmente cargante, y quería irme de allí lo antes posible.
Podía acelerar, atropellarle y salir corriendo de allí, pero después tendría a la policía investigando el crimen, y todo eso era un peligro. Se me paso por la cabeza pegarle un tiro (llevaba un arma en la guantera del coche), pero estábamos en las mismas.
En un momento dado y con la velocidad del rayo rompió el parabrisas con un golpe seco y ruidoso; solo me dio tiempo a taparme la cara con los brazos, y aun así noté cristales incrustados en mi cara, haciéndome sangre. ¡Hijo puta! - pensé. Esto ya era demasiado.
Salí del coche de un salto, con la pistola en la mano (sabía que estaba descargada) y le apunté temblorosamente a la cara.
-¡Tío, te has pasado, eres un loco hijo de puta! ¿porqué haces esto? - bramé.
- Porque yo se lo he mandado - contestó una voz que venia de algún lugar oscuro del parking.
-¿Quién habla? ¿quién es usted? - respondí algo nervioso.
-Alguien que conoces... - respondió cadenciosamente.
Aquella voz me resultaba familiar, pero no sabía concretar la identidad. Forcé los ojos para ver quién se escondía en el anonimato. El subnormal del bate de beisbol seguía mirándome.
-¿Qué te parece mi amigo? - volvió a hablar la voz en la sombra.
-Un loco agresivo hijo de puta - respondí con seguridad.
-¡Jajajaja! - rió la voz - ciertamente es un tipo siniestro - continuó.
-Este tío además de ser un peligro público no para de repetirme que conoce a una chica que se llama Jaqueline... - ¿quién es usted?.
-Jaqueline - respondió.
“Vaya, otra Jaqueline, ya van tres”, pensé confuso.
-Jaqueline, tu Jaqueline... - respondió de nuevo.
Aquellas palabras me dejaron helado. No daba crédito a lo que oía. ¿Qué pintaba Jaqueline en todo eso?. ¿Era esta la Jaqueline con la que iba a quedar esta noche?. Imposible.
-¿Mi Jaqueline? - respondí con voz apagada - no entiendo....
-¡Jajajaja! - rió con estrépito - pobre incauto - concluyó.
El loco del bate me dio un golpe certero en el lado derecho de la cabeza y me desplomé como un saco de arena al suelo. Todo se volvió difuso y oscuro.
Desperté en una habitación sucia y en penumbra. Era pequeña y tenía una diminuta ventada en el lado izquierdo, enrejada y llena de suciedad, y casi no se podía ver la claridad del día.
Delante de mí había toda una colección de herramientas de carpintero: martillo, lija, cincel, serrucho. Deduje yo solito que aquel lugar no era la consulta del dentista. El suelo era de lo más corriente y feo, con baldosas negras y blancas en posición de tablero.
Me di cuenta al intentar moverme que estaba sujeto a la mesa donde estaba, por unas correas de cuero grueso. Estaban sucias y llenas de manchas rojas, de gotas rojas.
Empecé a ponerme nervioso y comencé a pedir auxilio.
-¡Socorro! ¡auxilio! - grité a pleno pulmón
Acto seguido escuché unos golpecitos en la puerta que tenia justo delante mia. Eran de unas uñas rozando el metal de la puerta. Después el chirriar de los goznes de la puerta y dos figuras humanas traspasando el umbral.
Eran el lelo del bate de beisbol y...¡Jaqueline!, mi Jaqueline. No entendía nada. Aquella chica dulce con la que había ido al cine y compartido palomitas de maíz estaba allí, con cara de disfrutar de las circunstancias. Empecé a recordar que el primer contacto que tuve con ella fue en un chat, que me dijo por internet que era soltera e introvertida y que buscaba pareja estable. ¡Todo mentira!. Me había estado espiando estos días y había mandado a este loco para que me secuestrara. ¡Dios! vaya situación. ¿Que iban a hacerme? ¿querrían un rescate o algo así?
-¿Sorprendido, cariño? - dijo con sorna.
-Mucho, pedazo de puta - respondí con tranquilidad.
-¡Jajaja! , me gusta que estés así, atado a una mesa de desguace - respondió.
El ritmo cardiaco se me aceleraba por momentos. Me temía lo peor.
-¿Porqué haces esto? - pregunté - ¿No quieres que seamos novios? - pregunté ingenuamente.
-¡Jajajaja! - rieron al unísono los dos psicópatas.
Entendí claramente que no quería. Avanzaron lentamente y se posicionaron uno a cada lado de la mesa, a la altura de mi cabeza.
-Cariño, mi amigo el tuerto te va a desguazar, pero antes quiero que sepas algo. No soy la chica que crees que soy. ¿Te suena el caso de los chicos desaparecidos en el camping de la ciudad en año pasado? salió mucho en TV. Desaparecieron cinco chavales de 16 años...
¿recuerdas?.
¡Joder!, claro que me acordaba, cómo no me iba a acordar si el hijo de una amiga fue una de las víctimas.
-Si, lo recuerdo, ¿por? - respondí temiéndome lo peor.
-Fui yo con la ayuda de Max, este grandullón que ves aquí - respondió con una sonrisa en la cara. Se miraron por un instante, de manera cómplice.
-Pues vaya, eso estuvo muy mal, las familias sufrieron mucho, ¿entiendes? - respondí con un hilo de voz y absolutamente acongojado.
-Jajajaja!!! - volvieron a reír al unísono - ¿si?, no me digas... - contestó Jaqueline.
Comprendí que de allí no iba a salir vivo. Forcejeé por librarme de las correas, pero era inútil, eran muy duras y resistentes, cuero del bueno.
-Max, cariño, empieza la faena. Ya sabes, en trocitos pequeños que después podamos quemar en el horno de la fundición...
Aquello me dejó helado, sin respiración. Max se dirigió al montón de herramientas que tenia enfrente y se puso a buscar entre ellas. Acto seguido se volvió con un serrucho en la mano derecha y un martillo en la izquierda.
-Bueno - dijo Jaqueline - os dejo con vuestras cosas, yo tengo que volver al chat de internet para buscarme un nuevo novio, jajajaja!!!! - rió locamente mientras cerraba la puerta y se marchaba pasillo arriba.
Max puso música a todo volumen en un aparato de radio que no había visto y comenzó la faena. Fueron dos horas de trabajo intenso para Max, aunque para mi todo aquello duro solo diez minutos, que fueron los que pude soportar el intenso dolor de la tortura.
"La almohada"
Era noche cerrada y volvía de casa de unos amigos, de una fiesta de cumpleaños. Ya era tarde y había bebido bastante. Casi todos los amigos y colegas de la universidad habíamos estado allí, además de algunos familiares del cumpleañero. Todos los años hacíamos una fiesta parecida por el cumpleaños de mi amigo. En lo que más me fijaba era en las nenas que se presentaban a la fiesta; andaba soltero y con ganas de tener pareja. Un suplicio la soltería, sobre todo cuando veías a tanta chica guapa junta en estas reuniones de amigos.
Bajaba por una de las calles paralelas a la avenida principal, llena de árboles alineados y de setos muy bien cortados. Casas bajas con jardín eran la tónica general. Vallas pintadas de diversos colores de casas de buenas familias que albergaban vidas llenas de aparente alegría.
Yo no tenía nada de eso. Vivía en un piso dos calles más abajo, un piso pequeño y modesto, pero bien decorado. Mi trabajo no daba para más, pero vaya, era feliz.
Miré el reloj: las 3.45h. ¡Vaya!, pensé, es tarde y mañana, aunque es domingo, debo hacer mis ejercicios de deporte y labores de limpieza en la casa. Mañana me espera un día de esfuerzo físico.
Poco después empecé a pensar en una de las chicas que había visto en la fiesta de cumpleaños, una hermosa morena de ojos azules y pelo rizado que me llamó la atención desde el primer momento. Vestía un traje negro ajustado, con buen escote y unas costuras al final de la falda que hacían que su vestido fuera de lo más sexy en esta fiesta. Quise hablar con ella un par de veces, pero me corté. Soy algo tímido y me cuesta romper el hielo en estas situaciones.
Pasaba por el lado izquierdo de un hermoso coche gris deportivo descapotable cuando escuché algo que me sacó de mis dulces pensamientos:
-Pppppffffsssssssgggg....
No sabía muy bien qué era aquel sonido. Me paré un momento y miré hacia el coche gris.
-Pppppffffsssssssgggg....ssssssssrrrrrggggg....
Vaya, qué sonido más extraño. Aquello sonaba a escape de gas o algo así. No parecía ser un gato callejero. Quizá fuera una fuga en el depósito de gasolina. Volví a mirar forzando un poco la vista.
-¿Hola? - dije - ¿Hay alguien ahí? - continué.
-Pppppffffsssssssgggg....mmmmmmgggggggg....
No veía nada. Me acerqué a la parte trasera del coche y me agaché un poco. Solo ví la matrícula y la parte trasera de dos hermosas ruedas. Uno de los pilotos del coche tenía una rotura en el cristal. "Eso tiene multa", pensé por un momento.
-Pppppffffsssssssgggg....mmmmmmfffffffffgggggggg....
El sonido parecía venir justo de debajo del coche. Me recliné un poco más y volví a forzar la vista. Ahora podía ver un bulto oscuro que parecía moverse, justo allí, debajo del coche gris deportivo con un faro roto.
-¿Hola? - dije - ¿Quién es?, ¿necesita ayuda? - rematé.
-Mmmmmmfffffffffgggggggg....
Parecía que estuviera hablando con una cafetera. La situación empezaba a ser algo ridícula y por un momento pensé irme de alli. Pero la curiosidad me vencía. Tenía que saber qué había allí debajo, escondido bajo el coche deportivo que nunca podría tener.
-Ggggggffffffffffrrrrrssssss.... - volvió a sonar.
Recordé por un instante que tenía un llavero con aplicación de linterna en el bolsillo del pantalón. Esos utensilios parecen casi siempre inútiles, pero mira, ahora me venía bien. Qué oportuna la situación. Rebusqué por un momento palpando el pantalón y saqué mi llavero-linterna de emergencia. "Espero que tenga pilas", pensé por un instante.
Afortunadamente se encendió.
-Mmmmmmgggggggggssssssssrrrrrrrrr....!! - sonó otra vez, ahora un poco más intenso.
Enfoqué la linterna a aquella cosa que se escondía bajo el coche. En un instante pude ver que era blanco y de forma voluminosa, abultada, recubierto de una tela con bordados en los extremos. Se movía torpemente, retorciéndose. Aquello me dejó extrañado. No era ni un animal ni una planta, y menos un ser humano. ¿Qué era aquella cosa?. Me acerqué un poco más para verlo con mayor claridad, apuntando directamente con la linterna.
-Hola, ¿necesita ayuda? - dije.
Silencio.
-¿Quién es?, ¿se ha perdido?, ¿necesita ayuda? - dije de nuevo.
Silencio.
Vaya, parecía que aquella cosa hubiera enmudecido. Quizá se había percatado de mi presencia y se había cortado, como me pasaba a mi con las chicas en las fiestas. Me acerqué un poco más, casi con medio cuerpo debajo del coche.
-¿Qué hace debajo del coche?, ¿hola? - volví a preguntar.
-Rrrrrrffffffgggggsssssssmmmmmmmm..... - escuché tenuemente.
Salí de debajo del coche y volví a ponerme en pié. Miré alrededor en busca de un palo o algo alargado que me permitiera tener un contacto físico con aquella cosa misteriosa. Di algunas vueltas por la acera y afortunadamente vi una rama de árbol cerca de la puerta de entrada de una de las casas unifamiliares. La limpié de pequeñas protuberancias. Volví a la parte trasera del coche, y me agaché de nuevo.
Con la linterna-llavero en una mano alargué la rama de árbol con la otra, apoyándome en los codos. Seguía allí aquella cosa extraña. Pude tocarla con la punta de la rama.
-Ggggg...!! - escuché como un pequeño gruñido.
Volví a tocarlo de nuevo, ligeramente, con cuidado.
-Ggggsssss...!! - volvió a exclamar la cosa blanca.
Bueno, una cosa era clara, aquello tenía vida, estaba vivo. Por lo tanto debía tener cuidado de no hacerle daño con el palo. Volví a tocarlo con un poco más de fuerza.
-Fffffffffrrrrrrrrrgggggggg....!!! - sonó con mucha más intensidad.
En un momento dado aquella cosa salió disparada hacia mi, lanzada hacia la parte trasera del coche. Rápidamente salí de los bajos del coche y me pude en pié, para salir corriendo calle abajo. Aquella cosa blanca y fofa se había cabreado conmigo. La cosa se ponía fea.
En un principio corría sin creerme mucho de qué estaba huyendo, dudando. Volví la cabeza un par de veces mientras andaba a paso ligero, para ver qué era aquello que me intentaba seguir.
Me quedé asombrado cuando reconocí que era una almohada. !¿Una almohada?¡, ¿desde cuando las almohadas están vivas? "Vaya situación más surrealista", pensé.
Empecé a correr.
La almohada cabreada reptaba a gran velocidad por la acera, en la misma posición que una serpiente, con la parte posterior a modo de cabeza por encima de la trasera. Soltaba esos gruñidos extraños mientras movía ligeramente la parte superior a modo de cabeza de un lado a otro. Me seguía con malas intenciones, era evidente.
Cogí velocidad y corrí hasta el final de la calle. Era claro que un ser humano podía correr más rápido que una almohada. Al llegar al final de la calle me volví y esa cosa ya no estaba allí. Resoplé con alivio, pero seguía preguntándome cómo era posible que una almohada estuviera viva. Quizá se había escapado de algún hospital o había sido resultado de un experimento de laboratorio, quién sabe. Estaba en un mar de dudas, confuso.
Qué extraña era aquella situación...
Ya un poco más tranquilo di media vuelta para seguir mi camino cuando, cual fue mi sorpresa, vi claramente que la almohada cabreada me cortaba el paso por el otro extremo de la calle. Estaba en la acera, erguida, soltando esos gruñidos desagradables y claramente en posición desafiante. Me quedé parado sin saber qué hacer. Por suerte tenía la rama en mi mano derecha. Lancé un primer golpe al aire que silbó con claridad. No di a aquella cosa, no era mi intención.
-¡Atrás!, no te acerques o te doy con la rama - exclamé algo alterado.
-Ggggggggrrrrrffffffffffssss....!!! - rugía claramente con tono de cabreo.
-¡Atrás!, sino quieres que te parta en dos, ente extraño - volví a exclamar con voz confiada.
Se acercó un poco hacia mi y se irguió un poco más. Volvió a gruñirme.
-Ggggggggrrrrrffffffffffssss....!!!
Vaya, parecía que la almohada mutante no tenía ninguna intención de retirarse y dejarme en paz. La cosa se ponía fea. Apreté mi mano derecha a la rama con intención de darle un golpe a aquella cosa. De un rápido movimiento certero le golpeé la parte superior. Aquello pareció dolerle. Se retorció tras el golpe.
-Rrrrrggggggg....!!!! - bramó.
Tras esto hizo amago de acercarse más, pero di un paso atrás. Volví a lanzar un golpe que se perdió en el aire silbando tenuemente. "Menos mal que tenía algo con lo que defenderme", pensé por un instante. Aquello volvió a mover la cabeza.
-Ggggggggrrrrrffffffffffssss....!!!
Di un salto a la derecha para estudiar sus reflejos; me siguió con agilidad. Salté a la izquierda y me imitó igualmente. Estaba claro que tenía reflejos, la maldita almohada.
En un momento dado me lanzó un mordisco que me dio de lleno en el brazo izquierdo. Noté un pinchazo y calor a continuación. Me había herido y manaba sangre de mi brazo, manchando la camisa. Eso me cabreó. Con el brazo derecho lancé de nuevo un par de golpes rápidos y seco que dieron de lleno en la cabeza de aquella cosa carnívora.
-¡Plas, plas! - dije - ¡tómate esa, cabronazo! - exclamé con alegría.
La almohada se retorció en claro gesto de dolor y volvió a escupirme sus gruñidos.
-Ggggggggrrrrrffffffffffssss....!!!
De nuevo le solté dos golpes, que impactaron en la parte central. Acto seguido lanzó otro mordisco que no consiguió darme, pero que sonó en el aire a golpe de dentadura. ¿Una almohada con dientes?, qué cosa más rara, por Dios.
Nos quedamos quietos por un instante, estudiándonos el uno al otro. Había tensión en el ambiente y no sabíamos quién iba a atacar primero. "El hombre contra la almohada, pura supervivencia", pensé.
-Ggggggggrrrrrffffffffffssss....!!! - volvió a exclamar de nuevo a modo de provocación.
Volví a soltar dos golpes rápidos, pero solo uno dio en el blanco. Fue en la parte superior derecha. Aquello debió de dolerle bastante porque empezó a retorcerse y a mover la cabeza de arriba a abajo con rapidez. Quizá le había dado en un ojo, o lo que tuviera por ojo.
Aproveché para darle todos los golpes que podía con esa vara y en esas circunstancias. Golpes por todos los lados, arriba, abajo, de medio lado, frontales. Incluso le di una patada.
"Ya está, esto es el fin para este maldito bicho", pensé. Hubo un momento en el que me empezó a dar pena aquella cosa. Quizá me estaba excediendo en los golpes. Paré.
Silencio.
Di un paso atrás para tener perspectiva de lo que había pasado. La almohada estaba hecha un amasijo de cosa blanca tirada en el suelo. Parecía estar inerte. "Vaya, soy un asesino de almohadas asesinas", pensé. "Qué absurdo", pensé más tarde.
Silencio.
Esperé a que se moviera, aunque fuera un poco, a que diera una ligera señal de vida.
Silencio.
Aproveché para largarme de allí. Pensé que había cometido un crimen, pero la verdad es que no hay ninguna ley que diga que es un delito matar a una almohada. Además las almohadas no tienen vida. Pero ¿aquello qué era? ¡Dios! que comedura mental. Pensé por un momento que todo era producto de mi imaginación, por haber bebido demasiado en la fiesta de cumpleaños.
Cuando llegué a casa cerré con llave la puerta y me di una ducha caliente. Higienicé la herida y me puse una tirita. Cené un poco y me fui directo a la cama a dormir. Estaba muy cansado. La almohada de mi cama estaba allí, y pensé por un momento que podría estar viva. ¡Qué tontería!. "Chico, duerme un poco y déjate de tonterías, que mañana te darás cuenta de que todo fue un sueño o lo que pasó fue que tuviste una pelea con un perro callejero", pensé.
Me desvestí y me metí en la cama, desnudo. Daba gusto el contacto suave y fresco de las sábanas en la piel. Apoyé la cabeza en mi almohada y la miré de reojo. Apagué la luz...
-Ggggggggrrrrrffffffffssss... - escuché claramente en la oscuridad, en mi oreja derecha.
"En el ascensor"
Planta 43. Acababa de terminar una reunión de trabajo y los socios capitalistas de la empresa estaban hoy más tranquilos que el día anterior por las pérdidas que habían tenido en la cotización de nuestras acciones en la Bolsa. Todo un palo para el bolsillo de estos tiburones de los negocios, que habían perdido en un solo día el 12% de su valor.
Les prometimos nuevas medidas de contención en las pérdidas y la proyección de un nuevo producto de mercado que hiciera subir la empresa a corto plazo.
Parecieron creernos.
Llevaba toda la mañana de aquí para allá, antes y después de la reunión, y estaba francamente agotado, con ganas de salir de aquella mole de acero y cristal y estar en la calle para poder comer algo en un buen restaurante. Hoy la tarde la tenía libre y quería olvidarme de todo este asunto.
-Colega, me marcho, y dile al jefe de mi parte que mañana le entregaré el informe de la reunión de hoy a primera hora de la mañana - le comenté a un compañero de planta.
-Sin problemas, pásalo bien, campeón - respondió.
Cogí la chaqueta y el maletín y me fui directo al baño. Mojarme la cara y echar una buena meada eran de las cosas más reconfortantes a esas horas, además de comer copiosamente. Me miré en el espejo. Alguna arruga que otra. Pensé que el tiempo no pasa en balde.
Salí más animado del baño y me dirigí directamente a uno de los ascensores. Había cuatro ascensores para dar servicio a la gran demanda de transporte que puede tener una mole de 56 plantas. Miles de personas subiendo y bajando al cabo del día. La verdad que no quería reencarnarme en ascensor. Demasiado trabajo. Di al botón de llamada y una lucecita verde se encendió. Esperé.
Al cabo de un par de minutos se abrieron las puertas metálicas tras un sonido de campanilla que anunciaba su llegada.
Nada más abrirse las puertas vi que había cuatro personas, y todas ellas mujeres. "Vaya", pensé, "qué bien, así da gusto montar en ascensor". Saludé cortésmente y me puse justo frente a las puertas, delante de ellas. Dos morenas jovencitas, una rubia de cierta edad y una chica de color de lo más guapa, con bolso de cuero y tacones altos. Pregunté a que planta iban y todos bajábamos a la planta baja. "Bueno, unos cuantos minutos de buena compañía", pensé.
Como soy muy curioso me puse a mirar por el rabillo del ojo o de manera disimulada. Las dos chicas morenas tendrían no más de 25 años y tenían toda la pinta de ser secretarias de planta, de mi estatura aproximadamente y con buenos escotes. La rubia, una señora de unos 40 años y bastante alta, llevaba un traje de una sola pieza verde oscuro y un collar bastante bonito, con los labios muy pintados. La chica de color, morena y ojos marrones era la diferencia a este plantel de mujeres sexys; un poco más baja que yo, pero de pelo negro rizado y largo, con pantalones beis y buenos tacones.
Las morenas estaban detrás mía, la chica de color a mi derecha y la rubia a mi izquierda.
Planta 43. Allí trabajaba yo desde hacia varios años y siempre hacía ese recorrido en el ascensor por lo menos cuatro veces al día. Abajo arriba, arriba abajo.
En un momento dado el ascensor hizo un amago de pararse antes de llegar a una de las plantas, pero prosiguió sin problemas. "Quizá haya sobrepeso", pensé, pero estos ascensores están preparados para aguantar el peso de diez personas, y éramos cinco.
Poco después el ascensor renqueó y se paró, volvió a funcionar y se paró en seco con un brusco frenazo. Todos nos miramos. Parecía que se había estropeado.
Alargué el brazo hasta la botonera y pulsé repetidamente el botón de "planta baja", pero no respondía.
-Parece que esto se ha estropeado - comenté con tranquilidad - esto no funciona.
-Eso parece - me respondió la rubia.
-Bueno, nos sacarán de aquí enseguida, no se asusten señoras - respondí con tono varonil.
Accioné el botón de alarma, pero parecía no sonar. Si estaba avisando de nuestro problema a algún guarda de seguridad nosotros no lo oíamos.
-Vaya, parece que el botón de alarma también está estropeado - comenté.
-Pues estamos buenos entonces - comentó una de las morenas - al final voy a llegar tarde a casa.
-Señorita, creo que estamos todos en la misma situación - respondió la negrita.
Empecé a accionar los botones al azar, para ver si respondía a alguno de ellos, pero nada. Estábamos atascados entre las plantas 24 y 25. "Demasiado alto como para dar un salto a la calle", pensé con humor.
-Podemos llamar con el móvil - comentó la otra secretaria morena.
Metí la mano derecha en el bolsillo para sacar el móvil y ver con fastidio que no había cobertura. Vaya mala suerte. Las chicas empezaron a hacer comentarios sobre qué mal estaban las instalaciones y que cuánto tiempo íbamos a estar allí atrapados.
-Señoras - carraspeé un poco - creo que debemos esperar a que seguridad se percate de que este ascensor no da servicio - dije finamente. - En algún momento deben darse cuenta de que uno de los ascensores está in operativo - rematé. - Debemos mantener la calma, señoras.
Mis palabras parecieron hacer algún efecto y dejaron de hacer comentarios.
-Mientras esperamos - continué - podríamos presentarnos y conocernos un poco. Hablar libera tensiones y miedos. Es bueno en estas circunstancias.
-Buena idea - dijeron de manera escalonada las cuatro mujeres del ascensor.
Como la idea la había propuesto yo, propuse comenzar hablando de mi.
-Pues me llamo Andrés y trabajo en la planta 43. Tengo 36 años y soy ayudante del jefe. Soy aficionado al baloncesto y me gusta hacer piragüismo los fines de semana. Vivo en la ciudad.
Tras mi exposición cada una de ellas habló brevemente sobre su persona, con alguna que otra risita entrecortada. Parecían algo coquetas estas chicas. Me di cuenta de que la rubia me miraba bastante con una sonrisa algo cómplice. Eso me gustaba y me ponía nerviosos a la vez.
-Bueno, pues hechas las presentaciones y ya conociéndonos un poco más, creo que la situación es menos incómoda que antes, ¿no creen? - comenté.
-Si, la verdad que si - comentó la rubia, mirándome.
-Cierto, pero seguimos encerrados y empieza a hacer calor - comentó una de las secretarias, mirando a las esquinas del ascensor.
-Es verdad - dijo la negrita y la otra morena, casi al unísono.
-Bueno, es cuestión de tiempo que nos saquen de aquí, señoras. Lo mejor que podemos hacer es entablar amistad y disfrutar de la compañía. Otra cosa de momento no podemos hacer. - objeté.
Me di cuenta de que estaba controlando la situación con profesionalidad. Eso me gustaba y me llenaba de orgullo. Una de las secretarias habló.
-Una vez vi una película en la que unas personas como nosotros se quedaban atrapadas en un ascensor, en un rascacielos, y se descolgaba, muriendo todas las personas que iban dentro.
-Señora, por favor - dije - ahora no es momento de pensar en esas películas. Además en una película todo es ficción, no es real - mentí.
-Dios mío, pero si pasa, moriremos entre un amasijo de hierros, aplastados unos contra otros, ¡qué horror! - comento la negrita.
-Vamos a ver, señoras - comenté de nuevo - debemos ser positivos, por favor. Pensemos en cosas agradables.
La rubia me miraba con fijación, pero yo hacía como que no me daba por enterado. Creo que le gustaba. Por un segundo pensé que era la típica situación de película pornográfica donde el tio se lo monta con todas.
-Si este fueran mis últimos minutos de vida me gustaría hacer el amor locamente. - comentó la rubia madura.
El resto de personas, yo incluido, reímos con rubor ante el comentario.
-Señora, creo que eso lo pensamos todos - comenté.
-Pues hagamos el amor, por si el ascensor se desprende y morimos todos. ¿No creen? - volvió a comentar la rubia peligrosa mirando ligeramente a los que estábamos allí.
Se volvieron a escuchar risitas de complicidad. Yo empezaba a tener una erección. La rubia me estaba poniendo malo y la chica de color también me miraba fijamente.
-Creo que esta señora tiene razón. - comentó la negrita - Yo no quiero morir sin antes hacer el amor apasionadamente. - remató.
-Bueno, señoras, la verdad que estaría genial eso de hacer el amor antes de morir, pero ustedes son cuatro y yo uno solo. Soy resistente en la cama, pero no se si tanto. - comenté ruborizado y soltando una risita.
-Por nosotras no os preocupéis. - comentaron las secretarias. - nosotras somos lesbianas.
¡Vaya!, un par de lesbianas en esta situación. La cosa se estaba poniendo interesante, además de que la temperatura subía por momentos. Me desajusté un poco la corbata. La erección ahí estaba, delatándome sin piedad.
Como por un acto reflejo la rubia y la negrita se abalanzaron sobre mi, besándome las dos a la vez en la boca. Las abracé fuertemente y las tres bocas empezaron a babear y a chuparse locamente, entrelazadas. La erección estaba en su punto álgido. Las dos lesbianas ya estaban a lo suyo, abrazadas y besándose también.
No me podía creer que todo esto me estuviera sucediendo a mi. Un sueño erótico hecho realidad.
En un momento dado me decidí por trabajarme a la rubia. Me ponía loco esa boca de fresa tan pintada, con ese traje verde de una sola pieza marcando las curvas de su cuerpo maduro. La negrita cedió terreno y bajo a la bragueta, para trabajarme el miembro viril. Tiró con rapidez de ella.
Bajé las hombreras del traje verde y empecé a chupar los pechos de la rubia. Respiraba con intensidad y no dejaba de babear. "Espero que no se acabe el oxígeno del ascensor", pensé "sería una pena no poder seguir así durante un buen rato".
La negrita ya estaba chupándome el miembro, con énfasis, mientras la rubia y yo nos besábamos con desdén; iba de los pechos a la boca y de la boca a los pechos, con frenesí.
Acto seguido invité a la negrita a ponerse en pié e hice lo mismo con ella. Mientras la besaba la rubia chupaba los pechos de ébano, y cuando yo mamaba ellas se besaban con lujuria, con mucha lengua.
Las secretarias estaban haciéndose un 69 en el suelo del ascensor tan ricamente. Ellas solas se servían sin problema. Era una delicia verlas cómo se comían el clítoris. Creí por un momento que me iba a dar un infarto de tanta excitación. Decidí que era el momento de penetrar a la rubia, pero nos llevamos una sorpresa de las buenas.
La puerta del ascensor se abrió sin avisar y un montón de personas se quedaron perplejas ante la escena que ocurría frente a sus ojos. A una señora mayor se le cayó el café al suelo. Al parecer el ascensor bajo lentamente hasta la siguiente planta y nosotros no nos dimos cuenta. Alguien hizo una foto con el móvil.
Nosotros, las personas del ascensor, nos quedamos de piedra, sin poder movernos.
Este incidente fue la comidilla de todo el edificio durante semanas. Mi sola presencia provocaba risitas y miradas de complicidad. Mi jefe me echó una bronca monumental al día siguiente, y mis compañeros de planta me alababan como un machote viril y semental, entre chistes, risas y palmadas en el hombro.
Al fin y al cabo, que me quiten lo bailado, ¿no?...
"El cementerio"
Aquella noche de luna llena perdí una apuesta con los amigos en el bar del pueblo. Todo empezó con la tontería de saber quién podía ligarse a Laura y salir con ella, una de las más hermosas chicas del pueblo.
Me dieron de plazo una semana y perdí, ya que Laura terminó saliendo con otro chico, un chaval que venia de la ciudad, rubio, más guapo que yo y con dinero, ya que su padre tenía una empresa de cosméticos. Perder la apuesta suponía tener que pasar la noche en el cementerio del pueblo, a solas, dormir allí y regresar por la mañana para contar la experiencia. Gilipollas de mí que acepté este reto sin tenerlo claro, pero el instinto varonil que perdió.
-Vaya, parece que has perdido, chavalote. – comentó con burla uno de mi amigos.
-Pues eso parece. – rieron todos a coro – así que ya sabes, nene, camino del cementerio a cumplir con las reglas del juego. – remató uno de ellos.
-De acuerdo, mamones, voy a casa a por un par de cosas y vuelvo. – les contesté.
-No te vayas a escapar ¿eh?, tienes que cumplir con lo prometido. – respondió otro de mis amigos.
-Tranquilos, nenes, que soy hombre de palabra. – mentí.
Esta vez tenia que hacer lo pactado. Yo era ese tipo de personas que intentaba escaquearse cuando podía de este tipo de situaciones. Tenía un miedo innato al compromiso, y creo que fue por ello que no cautivé a Laura. Las mujeres tienen un instinto innato para descubrir las debilidades de los hombres, o quizá en mi caso era muy obvio.
Salí camino de mi casa a por una manta, una linterna y algo de comida en una mochila. Siendo verano como era, por la noche hacía algo de fresco por esta zona de Castilla.
-Madre, esta noche no duermo en casa, me quedo en casa de Luis. – comenté.
-Vaya, ¿y eso? – respondió sin mirarme mientras preparaba una sopa que olía maravillosamente en la cocina.
-Esto…pues…que vamos a quedarnos en casa de Luis unos amigos para jugar a las cartas y ver alguna película. – mentí sin mucha convicción.
Creo que mi madre se dio cuenta enseguida de que mentía, pero me dio el visto bueno.
-Vale, vete, pero regresa mañana por la mañana que quiero que desayunes en casa, ¿de acuerdo? – respondió.
-Si madre. – dije. Y me marché camino del camposanto con cargo de conciencia por haber mentido a mi madre, que era una santa.
En la entrada del cementerio ya estaban mis amigos riéndose. Cuando me vieron aparecer empezaron a corear mi nombre a voces mientras me señalaban con el dedo. ¡Qué mamones!, cómo se notaba que no eran ellos los que tenían que pasar la noche en aquel lugar lleno de lápidas y nichos. Cuando estuve cerca les dije:
-¡Vaya!, todo un detalle por vuestra parte este recibimiento tan caluroso. Parecéis mi club de fans, chavales. – dije de manera segura, casi alardeando. Todos rieron.
-¿Y eso que llevas qué es? – comentó uno de ellos. - ¿El kit completo de enterrador?
Todos rieron con estrépito, dándose palmada en el hombro unos a otros.
-Si, claro, los aperos del enterrador, mamones. – contesté menos seguro que antes.
Uno de ellos abrió la puerta del cementerio. La puerta chirrió como los goznes del castillo de Drácula y eso me puso la piel de gallina. ¡Vaya!, si ya el sonido de la puerta me impresionaba, vaya nochecita que me esperaba. Di varios pasos hacia delante y me situé en el umbral de la puerta.
Me di media vuelta y me quedé mirándoles. Al segundo respondí.
-Volveré…
Todos se rieron de mí. Creo que no daba sensación de creerme lo que decía. Tras pasar la puerta del camposanto cerraron el candado con llave, un candado oxidado, lleno de herrumbre.
-Mañana a las nueve en punto estaremos en la puerta, esperándote…si vuelves con vida, claro. – exclamó uno de ellos.
Todos empezaron a reír, a darse palmadas otra vez en el hombro y a ulular como los fantasmas.
Vaya pandilla de mamones. En el fondo todo aquello era cosa de chiquillos de pueblo, un juego de adolescentes, pero yo seguía cagado de miedo.
Uno de ellos dijo a pleno pulmón y por sorpresa.
-¡Marica el último que llegue a la plaza del pueblo!
Y todos salieron corriendo, olvidándose de mi y mis circunstancias…
Aquel lugar tenía un aspecto lúgubre y deprimente. Grandes cipreses se alzaban hasta el cielo en compostura respetuosa en las intersecciones de los caminos. Las lápidas se alineaban de manera ordenada en filas donde lo único que las separaba eran caminos de tierra deformados por las pisadas y las lluvias de invierno.
Los nichos se alineaban al fondo del todo, en una pared gris negruzca, triste, lejana y llena de restos mortales de personas casi olvidadas por los vivos. Una gran verja negra, forjada e imponente cerraba el recinto donde yo me encontraba encerrado.
“Vaya sitio para pasar la noche”, pensé.
Y resoplé.
Comencé a andar lentamente por un camino bordeando la tapia del cementerio, ayudado por mi linterna, mientras rezaba por que no se acabaran las pilas. No sabía cuanto podrían durarme. Oí el canto de un búho y por un instante me quedé parado.
Enfocaba con mi linterna las filas ordenadas de lápidas y sus cruces. En un momento dado me quedé parado delante de una de ellas. Me llamó la atención que en aquella lápida yacía una chica de tan solo 16 años. Me entristeció pensar en aquella vida truncada tan joven. “No hay nada más triste que la muerte de alguien que tiene toda una vida por vivir”, pensé.
Unas pisadas y el crujir de una rama seca me sacó de estos pensamientos. Me quedé helado.
-¿Hola?, ¿quién anda ahí? – dije con voz temblorosa.
Silencio.
Otra vez pisadas y crujir de ramas. Eran pisadas lentas y pesadas, cadenciosas.
-¿Hola?, ¿quién anda ahí? – volví a repetir.
Silencio.
La verdad que no sabía que hacer. ¿quién podría andar a esas horas de la noche en un cementerio, cerrado con candado, salvo yo, que había perdido una apuesta?, ¿otro perdedor?, qué tontería o vaya casualidad. Opté por esconderme detrás de un ciprés, en el sentido opuesto por donde provenían las pisadas. Apagué la linterna y esperé.
No tardó en aparecer una silueta por el camino perpendicular a donde yo estaba. Era una figura alta, muy alta, un poco encorvada y andaba con pasos pesados, casi arrastrando los pies.
Sin querer hice un pequeño movimiento y algo crujió detrás de mi. ¡Mierda!.
Aquella silueta paró sus pasos y se giró lentamente en sentido al ruido. Comenzó a andar hacia mí y empecé a cagarme en los pantalones. ¿Qué podía hacer? ¿salir corriendo?, pero ¿hacia dónde? si la puerta estaba cerrada a cal y canto y la valla media tres metros como poco.
Por un instante pensé que todo esto podía ser una broma de mis colegas, pero la verdad que no conocíamos a nadie tan alto. Me agazapé todavía más sin perder de vista a la silueta siniestra.
El canto de un búho le llamó la atención y por un momento se paró y alzó la cabeza. Pude ver entonces que llevaba unos harapos por ropa, y que tenía unos agujeros extraños entorno al cuello. Me dio grima ver aquello y al rato prosiguió su camino hacia mi. Entonces fue cuando decidí salir corriendo, casi de manera instintiva, con la mala suerte que se me cayó la linterna y la perdí por el camino. Corrí tan rápido que se me caían los pantalones.
Fui a parar a una fuente de pequeñas dimensiones, localizada en uno de los extremos del cementerio, donde la gente rellenaba los cuencos para poner las flores recién cortadas en las lápidas y así evitar que se secaran. Me quedé agazapado por unos minutos, en silencio.
No oía nada. La silueta siniestra había desaparecido.
Salí lentamente de mi refugio y comencé a andar por el otro extremo del camposanto, apoyando la mano derecha en la tapia y guiándome cómo podía con la luz de la luna, que bañaba todos los objetos con su luz lechosa. De vez en cuando mirada para atrás. Anduve un trecho y me paré. Había llegado a la tapia de los nichos. Varios de ellos, los dispuestos en la zona inferior, estaban vacíos, sin lápida. Me acerqué bastante como para poder ver las inscripciones de alguno de ellos.
Gente muerta hacía muchos años. Uno de ellos había muerto en 1923. ¿Cómo debe estar un cuerpo muerto hacía casi cien años?, pensé. Se me pusieron los pelos de punta.
Y volví a escuchar pisadas…y volví a cagarme en los pantalones.
Sonaban enfrente de mí, no muy lejos. Me volví a agazapar en el suelo y me puse la manta encima. Debería parecer un bulto o un saco de maíz. Me dejé una pequeña ranura para poder ver lo que sucedía y esperé.
La silueta volvió a aparecer de entre las cruces y volvió a dirigirse hacia mí. No entendía cómo me había descubierto si esta vez no hice ningún ruido. Quizá me hubiera olido.
Se acercaba lentamente, con la cabeza mirando el suelo, poco a poco…
Instintivamente, y cuando ya estaba cerca la siniestra figura, lancé de un golpe la manta sobre él y salí corriendo por su flanco izquierdo. Cual fue mi sorpresa cuando pude ver por un instante que la manta caía al suelo, sin tener resistencia. No entendía nada, pero puse pies en polvorosa y corrí como una gacela hacia el otro extremo del cementerio.
Fatigado y sin aliento me senté entre dos cipreses que me ofrecían buen cobijo. ¿Cómo había hecho ese truco? La manta había traspasado el cuerpo de aquella persona sin problemas. Fue entonces cuando empecé a pensar que aquello podía ser un espíritu o algo así. Ahora si que me estaba cagando de miedo de verdad. Los espíritus no corren, ni se cansan, ni tiene que comer, ni nada por el estilo. Yo tenía hambre, miedo, me hacía pis y quería irme a casa. Claramente jugaba con desventaja. “Maldita la hora que hice la apuesta de ligarme a Laura”, pensé.
Decidí no moverme de allí en toda la noche y comerme en silencio lo poco que me había llevado: un trozo de pan de hogaza, queso y una botella de agua mineral. Comencé a cenar.
Cuando llevaba la mitad del queso y del pan, volví a escuchar otra vez los horribles pasos. La verdad que ya estaba extasiado de tanta emoción fuerte y no quería salir de allí. Me escondí lo más que pude entre los dos cipreses y cerré los ojos, contuve el aliento y la respiración.
Los pasos se acercaban, más y más, cadenciosamente, sin prisa pero sin pausa…
Y cual fue mi sorpresa que el espectro pasó de largo. No me debió ver ni oler. Primero abrí un ojo con miedo y después el otro. ¡Cierto!, se había marchado, camino abajo hacia la parte sur del cementerio. Resoplé de alivio y terminé de comerme lo que quedaba, algo nervioso.
Al cabo de un rato me quedé dormido, sin darme cuenta, agazapado entre los cipreses, cansado.
La luz del sol incidiendo en mi cara me despertó. Ya era de día y corría algo de viento. Miré mi reloj de pulsera y eran casi las 9 de la mañana. Me levanté del suelo, me desperecé y bostecé con tranquilidad. Había soñado, pero no recordaba el qué. Comencé a andar hacia la puerta del cementerio y divisé la linterna que la noche anterior había perdido. De la manta no había ni rastro.
-Hey! Campeón!, ¿qué tal la noche? – me gritaron los amigos desde el otro lado de la puerta del camposanto.
-¡Bien, sin problema! Me aburrí un poco, la verdad. – mentí descaradamente mientas saludaba con la mano.
-¡Vaya!, eres todo un valiente – dijo uno de ellos, y todos rieron al unísono.
Desayunando con mi madre, ya en casa, le pregunté.
-Madre, ¿tu has conocido a alguna persona del pueblo de estatura alta, muy alta?, los del pueblo somos de mediana estatura, incluso bajitos.
-Si, cariño, pero hace años. Fue antes de nacer tú. Era un señor llamado Manuel, hermano del dueño del bar. Era una persona seria y de carácter avinagrado. Un día murió de un disparo en el cuello. Nadie supo quién fue, aunque había gente en el pueblo que hablada de suicidio. No se pudo saber nunca quién lo hizo. ¿Por qué preguntas eso?
-No, por nada, simple curiosidad – volví a mentir.
Desde aquella noche dormí con las ventanas cerradas, la puerta de mi habitación cerrada con pestillo y tapado con la sábana hasta la cabeza.
Hasta el día de hoy sigo soñando con aquel encuentro sobrenatural.
"La anciana y la tragaperras"
De un empujón abrí la puerta del bar y me dirigí a la barra a tomar algo. Hacía un calor del demonio y tenía mucha sed. En el taller donde trabajaba hacía un bochorno insoportable y el aire acondicionado estaba estropeado. Mi jefe no quería arreglarlo para ahorrarse un dinero y en su lugar dispuso un ventilador pequeño que no servía de gran cosa.
Era todo un tacaño, mi jefe. Y la paga del mes pasado no me la había ingresado. Vaya plan.
En aquel bar hacía mejor temperatura. Había un molinillo de aire en el techo, enorme, que daba frescor a todo el local con sus hermosas aspas. Las mesas estaban dispuestas en dos filas con cuatro sillas cada mesa, de color marrón, de aglomerado barato. Las personas que frecuentaban el local no eran precisamente ricas y el mobiliario era de lo más modesto. Varios cuadros de paisajes y algún que otro jarrón decoraban el bar.
Al final del todo una larga barra era el lugar de encuentro de muchos que, como yo, iban a tomar un trago. Una hermosa máquina tragaperras, nueva, relucía al fondo a la derecha, justo al lado de la puerta del baño. Su musiquita se escuchaba desde fuera del local.
Una señora mayor andaba dándole a los botones, y metiendo alguna que otra moneda de vez en cuando. Estaba entusiasmada, o eso parecía.
Me acerqué a la barra y pedí una cerveza sin alcohol, con dos cubitos de hielo y una raja de limón. Eché un vistazo general al bar y vi de todo. Una familia con dos niños pequeños tomando unos apetitivos, una mujer sola, de mi edad, fumando un pitillo y hablando por teléfono, dos currantes tomando una copa de vino y cuatro abueletes jugando al mus en la mesa del fondo. La televisión estaba puesta, pero nadie hacía caso de ella.
-Buenas, ¿que tal estamos? - dije al señor de la barra - ¿cómo va todo?
-Pues bien, hombre, trabajando como siempre, aguantando este calor, que no es poco. - comentó sonriente y con ademán de resignación mientras limpiaba con una balleta la porción de barra donde me había situado.
-Esa máquina es nueva ¿no? - le dije señalando con el dedo la máquina tragaperras.
-Si, la trajeron ayer. Es la joya del bar, jeje! - comentó con alegría - a ver si nos sacamos un plus con la pasta que se deje la gente en la maquina. - remató mientras secaba un vaso recién fregado con un trapo azul claro.
-Esa señora parece toda emocionada con la nueva atracción, ¿no? - volví a preguntar.
-Ya lo creo. Lleva ahí más de una hora, y la señora sigue dándole al juego - remató.
Pegué un trago a la cerveza y eché un vistazo a la televisión. Un programa de belleza de lo más aburrido ocupaba el espacio televisivo. No me extrañaba que la gente pasara de ella.
Di de nuevo otro trago y dije otra vez:
-Con un poco de suerte hoy la anciana os va a dejar un plus, jaja!
-Eso espero, sobre todo mi jefe, que ha visto en esa señora todo un filón, jeje!
La señora mayor tenía una vestimenta de lo más anticuada, al más puro estilo pueblerino. Falda negra, camisa y fular negros y un moño de lo más común. Iba de luto, era obvio.
Volví a pegar otro trago y me terminé la cerveza.
La verdad que me picaba la curiosidad ver cómo jugaba la anciana a esa máquina. Dejé el vaso encima del mostrador y me fui al final de la barra, donde estaba esta señora.
Antes de decir nada eché un vistazo por encima de su hombro. No me costó mucho ver de qué trataba el juego, ya que era de pequeña estatura. Tenía que hacer un tres en raya con figuras de frutas. "Vaya rollo", pensé.
-Otra cerveza sin alcohol, compadre - pedí al chico de la barra.
Un niño se puso a llorar en el bar y yo me arrasqué la nariz. El chico de la barra me puso la cerveza.
-Como la anterior - dijo.
-Muchas gracias, amigo - respondí con una sonrisa en la cara.
Bebí un poco, mientras seguía observando a la anciana. Tenía arte y agilidad para meter las monedas y dar a los botones colorados que habían dispuestos a los lados de la máquina. Pensé que las personas que diseñan estos trastos solo quieren que la gente se arruine dejándose el dinero en este juego tonto. "Máquinas para gente aburrida diseñada por gente perversa", volví a pensar.
Pegué otro trago y dije:
-¿Cómo va el juego, señora? ¿ganando dinero o perdiéndolo?
Sin volverse me dijo:
-Hijo, váyase a la mierda, no moleste.
Aquello me sorprendió. Una señora mayor y con esos modales. Nunca me había pasado nada igual, la verdad.
-Señora, no hace falta responder así. - continué.
-Ya - respondió de manera escueta y sin volverse.
El camarero miraba la escena y vi cómo echaba unas risas entrecortadas. En el fondo me parecía algo cómica esa situación. La anciana maleducada. En fin.
Di otro trago y volví a echar una mirada alrededor. La gente andaba jovial, hablando y riendo. Los niños dando la lata a sus padres y la mujer del móvil ya no hablaba por el móvil, y los abuelos seguían dándole al mus. Los currantes se habían marchado.
Toda una colectividad en armonía. Todos felices y contentos.
-Perdone señora - dije a la anciana - ¿con esta máquina se gana dinero?
No me contestó. Bebí otro trago y volví a la carga:
-Es nueva y quizá no sepa manejarla bien. No me gustaría verla perder dinero, la pensión, ya me entiende. Además el juego provoca adicción, ludopatía ¿sabe usted?
Seguía sin decir nada. Pensé que se habría molestado conmigo. Di otro trago tranquilamente y eché otro vistazo al local.
De repente oí claramente un pedo, un sonoro pedo. Me quedé parado con la jarra en la mano, mirando a la anciana. Vaya guarra era la viejales esta. No me lo podía creer. ¡Qué mala educación!
-Señora, eso ha estado muy mal, eso no se hace ¿comprende usted?
No respondió.
-¿Me está escuchando?, esas cosas solo se hacen en casita y a solas ¿comprende?
Nada, ni una palabra. Seguía sin hablarme. Di un pequeño trago a la cerveza y me dirigí al camarero. Él también había oído el pedo.
-Esta anciana es una guarra de narices - dije.
-Ya lo creo - dijo entre risas.
-¿Es de por aquí? - le pregunté.
-No, nunca la había visto - respondió.
De repente la máquina empezó a lanzar monedas a la vez que sonaba una musiquita nerviosa y divertida. Parecía claramente que había obtenido algún premio. El tintineo de las monedas sonaba a dinero en estado puro.
-La madre que la parió - dijo el chico de la barra - ya ha pillado un premio.
Me acerqué a la vieja y miré por encima del hombro. Un montón de monedas se arremolinaban entorno a la cubeta que había en la parte inferior de la máquina.
Ciertamente aquello era un premio, uno de los gordos. Toma ya.
-Vaya, señora, parece que la cosa ha dado su fruto, me alegro por usted - dije.
Y sonó otro pedo.
No me lo podía creer. Guarra y maleducada.
-¡Señora! que eso no se hace, hombre. - dije algo enfadado. El camarero miraba la escena algo sorprendido.
Alguien dio un golpe en la mesa con una botella y el programa de la televisión había cambiado; ahora era una serie amorosa la que ocupaba la programación. Uno de los niños había tirado una bolsa de patatas al suelo y la madre le reprendía. El niño lloraba.
No sabía qué hacer. Esta anciana guarrona no tenía educación ni ganas de aprender buenas formas. Y que luego diga la gente que los jóvenes no se saben comportar.
En fin.
Di un último trago de cerveza y fui directo al baño. Un pis y agua fresca en la cara me refrescaría. Me miré en el espejo durante un momento y vi unas cuantas canas. Me estaba haciendo mayor, vaya mierda. Me soné los mocos y tiré de la cadena.
Cuando salí la anciana seguía con la máquina tragaperras. Parecía contratada por la empresa constructora de aquella máquina. Me llamó la atención el hecho de que no se hubiera movido de su sitio ni un solo centímetro. ¿Esta señora no tenía sed, no comía, no meaba? Parecía un robot.
-Parece un androide - le comenté al camarero. Los dos reímos por un instante.
Y sonó otro pedo, este más ruidoso y prolongado. Ver para creer.
-Señora, si sigue así la voy a tener que echar del local - dijo el chico de la barra.
-Hijo, váyase a la mierda, no moleste. - volvió a decir.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. El camarero bordeó la barra y se dirigió a la anciana. Puso su mano derecha encima de su hombro y la empujo suavemente hacia la salida.
-Señora, ya es suficiente, ahora debe marcharse a casa, lleva mucho tiempo jugando y eso no es nada bueno - espetó a la anciana de manera educada.
La anciana se volvió lentamente y se nos quedó mirando. Tenía unos ojos marrones preciosos, pero una nariz con verrugas y un bigote verdaderamente asquerosos.
La boca era pequeña y la frente arrugada como el pergamino.
Nos quedamos de piedra cuando vimos cómo sus ojos se ponían rojo brillante, mientras sonreía. Alzó una de sus manos, huesuda y llena de venas, y sopló unos polvos que tenía en la palma de la mano, que nos cegó por un instante, al camarero y a mí.
Cuando recobramos la vista éramos del tamaño de un hueso de aceituna y ella salía por la puerta, arrastrando un largo rabo de diablo.
"El espejo"
Sonó el despertador a las 8.45h y me di un susto de muerte. Di media vuelta en la cama, tapándome la cabeza con la almohada, para no oír su asqueroso zumbido, pero de poco me sirvió. De un manotazo lo estampé contra el suelo y se paró al instante. Creí por un momento que lo había roto, pero no, estos cacharros son muy duros, los fabrican a prueba de golpes. Supongo que sus fabricantes saben de sobra que la gente los tira de un manotazo cuando suenan.
¡Dios, qué pereza levantarse de la cama cuando uno está tan a gusto! miré el techo de la habitación por un instante y pensé en todo aquello que tenía que hacer hoy, hice un repaso mental de mis obligaciones. Ir al trabajo, después comprar, ir a ver a mi hija y a mi ex-mujer, ir a tomar algo al bar y jugar un rato al billar con los amigos y después cita con mi nuevo ligue, una chica de mi edad que conocí por internet. Rubia de buenos pechos, lo mejor que me había pasado en lo últimos meses. Si todo iba bien a medio plazo, quería proponerla vivir juntos, en mi piso de alquiler.
Me levanté de la cama como pude, resoplando, y me calcé las babuchas. Bostecé y estiré los brazos. Me enjugué la cara con las manos y noté que tenía una barba de cuatro días.
¡Guarreras, tienes que afeitarte!, pensé. Me puse los pantalones del pijama tranquilamente y abrí la ventana de la habitación para ventilar el olor a macho que había. Por el pasillo volví a bostezar mientras me arrascaba la tripa, y me tiré un pedo. Hay que ver cómo la máquina que es nuestro cuerpo se pone en funcionamiento por las mañanas, impresionante.
Fui a la cocina a prepararme un café con algo de bollería y una pieza de fruta.
Desayuné todavía algo dormido y conecté la radio. El rollo de siempre; guerras, corrupción política y accidentes de tráfico. La apagué al poco rato. No era nada bueno empezar el día con negatividad. "Suficientemente negativo era ya mi jefe", pensé.
Se me cayó la magdalena en el café y me salpicó el pantalón. ¡Vaya! hay que joderse, qué torpe estoy. Me comí la pieza de fruta, recogí por encima lo que había manchado y me fui directo al baño.
Lo primero y más importante era sentarse en la taza del water. Era algo para mí casi como un ritual matutino. Era el momento en el que empezaba a ser persona. La taza del bater y yo, amigos para siempre. Volví a bostezar. Vaya pintas que tenía, sin afeitarme, despeinado, sin asearme la boca y con el pantalón del pijama manchado de café.
Espantoso, vaya. Tiré de la cadena después de limpiarme y me dispuse lavarme las manos.
Aquella pastilla de jabón con la que me aseaba era deliciosa, tenía un olor estupendo, dulce, a flores del bosque, o algo así ponía en el envase. Me enjaboné bien las manos. Siempre me recreaba con las pompas de jabón, me resultaban graciosas. Me aclaré bien y me sequé las manos en la toalla, que por cierto, tenía que cambiarla, ya que estaba algo sucia. "Eres un guarreras", volví a pensar, "más te vale ser más limpio si quieres vivir con una mujer", pensé de nuevo. Y me dispuse a darme espuma de afeitar delante del espejo.
Cual fue mi sorpresa que al reclinarme y ponerme frente al espejo allí no había nada, no estaba yo, mi "yo" reflejado. ¿Cómo era posible?. Me quedé tan sorprendido que no me moví por un instante. No entendía nada. ¿Estaría roto el espejo, no funcionaria?, "pero idiota, los espejos sólo reflejan, no tiene que funcionar", pensé. Me moví a mi lado derecho y después al izquierdo, entrando y saliendo del campo de visión y seguía sin haber nada en el espejo. "Un espejo que no refleja, vaya novedad", pensé, "me han vendido un anti-espejo".
La verdad que no sabía qué hacer. Por un instante pensé en descolgarlo, envolverlo en plástico con burbujas y llevarlo de vuelta a la tienda, para que me devolvieran el dinero. Pero quería indagar un poco más, quizá era un espejo mágico, o algo así. Toqué el cristal con la cuchilla de afeitar y sonó a cristal. Eché un vistazo al marco del espejo, plateado, y no vi nada fuera de lo normal. Apoyé la cabeza en la pared, mirando el espejo de medio lado y tampoco vi nada especial; la cabeza del taco y una alcayata que sujetaba el espejo.
¡Vaya misterio!, y ahora ¿cómo diablos me afeito?. "Vaya cosas más raras me pasan", pensé por un momento. Resoplé. Decidí tocar el espejo con la mano.
Estiré el dedo índice y lentamente acerqué la mano. Cuál fue mi sorpresa cuando pude ver claramente cómo la yema del dedo índice se introducía en el cristal. Aparté la mano bruscamente y me quedé observando la punta del dedo. Pero ¿cómo era eso posible?, ¿un espero de cristal líquido?...Vaya, de película. Hice la prueba de tocar otra vez el espejo con la cuchilla y volvió a sonar a cristal. Ummm...aquello era raro. Si toco con la cuchilla no vale pero si toco con el dedo si vale. Aquello era muy raro.
En un arranque de valentía planté la palma de mi mano derecha en la superficie del cristal, y poco a poco noté cómo traspasaba el cristal. La sensación era cálida y cosquilleante. Era como meter las manos en el barro mojado. Saque la mano y la volví a meter. Empecé a perder el miedo del principio. La volví a sacar.
Aquello no parecía dejar rastro de ningún material químico o pintura en mi mano. Supongo que era inofensivo. No me hacía daño ni olía a nada especial. Qué cosa más curiosa. Por un momento pensé que podría llevarlo a un espectáculo de circo y ganar mucha pasta con aquella cosa mágica. Pero quería ese espejo para mi solo, sería mi secreto. Acerqué las dos palmas de mis manos y poco a poco las fui introduciendo en el espejo. La sensación que producía cada vez me gustaba más. Era, verdaderamente, muy agradable. Cuando ya tenía la mitad de los brazos dentro, a la altura de los codos, me apoyé en el lavabo y metí la cabeza dentro, para ver qué había al otro lado.
La sorpresa fue acojonante...
Al otro lado estaba yo mismo viéndome a mi mismo y el baño era exactamente el mismo que el mío. ¡Alucinante! Salí del espejo tranquilamente y me puse en pie de nuevo. Me quedé pensativo y empecé a dar vueltas en el baño, mirando de vez en cuando el cristal del espejo, mientras me frotaba la barbilla todavía velluda, sin afeitar, en actitud pensante.
¡Vaya misterio!, pensé. Aquello no era de este mundo. De los millones de millones de espejos que hay en este planeta, me ha ido a tocar este. ¡Qué cosas!
Y el espejo seguía sin reflejar mi silueta.
Pensé llamar a un amigo de toda la vida para contarle lo que me estaba pasando, pero no tardaría mucho en pensar que estaba loco de atar. En realidad esto no se lo puedo contar a nadie. Me quedaría sin trabajo y sin novia, y la gente pensaría que había perdido el juicio.
"Ufff, mal negocio", pensé.
¿Y si lo rompo en mil pedazos?, medité por un instante. Si lo destruyo se acabó el problema, compro otro y ya está. Vuelta a la vida normal, con gente normal y espejos normales. Pero la curiosidad era demasiado poderosa como para hacer eso sin más.
No podía hacerlo. Aquel espejo debería ser la respuesta a mis preguntas.
Me planté delante del cristal mágico y decidí traspasar el umbral. Tengo que saber qué hay al otro lado. Además no hay peligro, porque el espejo es de ida y vuelta, en los dos sentidos. "Cuando quiera volveré para contarlo y no pasará nada", me dije.
Resoplé.
Acto seguido me apoyé en el lavabo y poco a poco me fui metiendo en el espejo, traspasando el cristal. La sensación era cada vez más placentera, cosquilleante y agradable. Cada vez me gustaba más sentir aquella sensación. Cuando mis orejas pasaron por el cristal oí claramente un burbujeo. Di un salto y completé el recorrido.
Estaba al otro lado del espejo...
La sensación era curiosa porque no había diferencia entre estar allí y estar aquí. Miré alrededor y todo era exactamente igual que en mi baño de verdad salvo que no había puerta de baño.
El lavabo, la pastilla de jabón, el retrete, la alfombrilla, la cortina de baño, hasta el espejo eran exactamente idénticos, con una única deferencia, y era que sí se veían objetos en este espejo ¡Veía el baño de mi casa, pero no mi reflejo!
"Dos baños iguales en sitios diferentes", pensé "vaya cosa más curiosa". ¿Aquello cómo se podía explicar? No tenía mucho sentido. En ese espejo solo se reflejaban algunos objetos, no todos.
Quizá aquel baño era una réplica, una copia de mi baño. Pero eso ¿qué sentido tenía?.
Me quedé por un momento parado, sin saber qué hacer. Fui a mear en el retrete, pensando mientras tanto cómo la ciencia podría explicar esos dos tipos de espejos, el que no reflejaba nada y el que reflejaba solo algunos objetos.
"Demasiada metafísica a esas horas de la mañana" pensé.
Acto seguido hice un repaso mental de todas aquellas películas que había visto con un argumento parecido a aquello que me estaba sucediendo, y no encontré en mi memoria mucha filmografía. Pero las películas eran pura ficción, y lo mío era pura realidad. No servirían de gran cosa esos razonamientos.
Pensé por un instante que si no me reflejaba en mi baño ni en este espejo podría ser porque no existía, quizá fuera un fantasma o algo así. Qué horror. Aparté de mi cabeza ese pensamiento siniestro. "Bueno", me dije, "voy a volver a mi dimensión y voy a investigar qué es lo que está pasando". Me acerqué al cristal confiado y apoyé las manos, pero aquello no funcionaba como antes. Las manos se topaban con el cristal y, como en la vida real, no iban más allá de la superficie. ¿Cómo? aquello no era posible. Y ahora ¿cómo voy a volver a mi dimensión?, pensé horrorizado.
Empecé a ponerme nervioso y a golpear el cristal del espejo. "Cabronazo, tienes que funcionar" dije entre dientes "¡no me puedes dejar aquí!" exclamé. Pero aquello no dejaba traspasar mis manos. Pensé en tocar el espejo con otro objeto que no fueran mis dedos. Cogí la cuchilla de afeitar y la apoyé en el cristal, lentamente, y para mi sorpresa la cuchilla si atravesaba el umbral del espejo. "¡Bien" me dije, "la cosa parece que empieza a funcionar". Rápidamente dejé la cuchilla y me dispuse a apoyar las dos manos, con nerviosismo, pero no funcionaba. Me di de bruces con el cristal maldito.
Y empecé a llorar...
Si no podía solucionar esa situación me quedaría atrapado allí. ¡Mierda! Comencé a dar vueltas en el baño, asustado, sin poder saber qué hacer, llorando. "Si por lo menos tuviera el móvil, podría llamar a los bomberos" pensé. Pero pensándolo bien ¿cómo me iban a sacar de allí? ¡Hay Dios mío! ¿y qué podía hacer?. Me senté en el canto de la bañera e intenté tranquilizarme. Resoplé varias veces. Mi corazón latía con mucha violencia y me sentía un poco mareado. ¿Quién había fabricado aquel espejo? ¿un demonio o algo así?. En un arranque de rabia cogí la banqueta que tenía debajo del lavabo y lo lancé contra el espejo. Impactó de lleno y saltó en mil pedazos, destrozándolo por completo.
Aquello fue mi peor decisión, y nunca más pude salir de aquella habitación.
Mis amigos denunciaron mi desaparición y la rubia de buenos pechos terminó saliendo con otro hombre, con quien se casó al cabo de unos años.
"Los extraterrestres"
El Universo. Ese vasto espacio infinito lleno de estrellas, galaxias, nebulosas, planetas y agujeros negros. Millones de lunas girando alrededor de sus planetas y una infinita oscuridad iluminada por el brillo de cientos de millones de soles incandescentes.
Y en ese decorado volando iba una nave espacial, en forma de platillo. Este platillo volador tenía una serie de luces de colores alrededor de su perímetro. Redondo y achatado, contenía una serie de seres desconocidos para los terrícolas, planeta al cual, sin darse cuenta, se dirigían.
En un momento dado divisaron en la pantalla del navegador la imagen del planeta Tierra.
-Planeta con vida identificado en el monitor. Bip, bip, bip... - dijo uno de ellos.
-Afirmativo, bip, bip...comencemos maniobras de acercamiento - contestó otro.
Estos seres eran grisáceos con trompetillas como orejas y unos enormes ojos dorados, y de no más de metro y medio de estatura. Provenían de una galaxia lejana, a años luz de distancia del Sistema Solar. Una guerra nuclear destruyó su planeta y los pocos que quedaron andurreaban por el hiper-espacio en busca de cobijo y amor.
La nave descendió cruzando la estratosfera a toda velocidad, y se encaminó a la superficie terrestre…
Era una tarde soleada y clara aquella en Villamancebos. Este pequeño pueblo tenía unas cuantas casitas de adobe y paja y los habitantes vivían de la ganadería y el pastoreo.
Dos abuelos estaban dando un paseo por la vera del río, cuando uno de ellos exclamó:
-Este año la siembra no ha sido nada buena, Emeterio.
-¡Mecagüen! ya lo creo...já!, ¡vaya año más malo! - contestó Emeterio.
Andaban pausadamente, con boina, garrota y paja en la boca. Toda su vida la habían pasado en el pueblo, en aquel paraje, y todo lo relacionado con la electrónica y la tecnología les sonaba a campanas lejanas. Ya solo la televisión les costaba comprenderla y poder encenderla. Eran hombres de campo, sencillos y agradables.
La tarde cayó al cabo de unas horas y los dos abuelos decidieron ir a tomar la fresca al pantano, donde había unos bancos muy hermosos, de piedra, donde poder sentarse tranquilamente. Callaron durante un rato, viendo la inmensidad del agua del pantano, que ocupaba una buena parte de la comarca. Observaban las libélulas suspendidas en el aire, alrededor de la maleza de la orilla.
Unas ranas chapoteaban en el agua y a lo lejos se oyó el ladrido de un perro.
En un momento dado una luz cegadora atravesó el cielo sacando de su tranquilidad a los dos paisanos.
-¡Mecagüen la hostia! - dijo uno de ellos - ¿pero qué ha sido eso? ¿la madre que parió, vaya luz más fuerte! Eso tiene que ser un meteorito de esos de la televisión - remató
-¡La Virgen!¿pero eso que ha sido? - contesto casi al la vez el otro belloto.
Tras un fuerte impacto que se escuchó claramente en la comarca, una nube de polvo cubrió los alrededores donde había caído el Ovni.
Los dos abuelos no tardaron en levantarse y salir casi corriendo al lugar del incidente. Para tener casi ochenta años corrían estupendamente, la curiosidad por saber qué había ocurrido obró milagros.
Al instante se personaron en el lugar de los hechos. La nave ofrecía una imagen impresionante. Medio sumergida en la tierra se podía ver y notar el calor del rojo incandescente producido por el roce con nuestra atmósfera.
-Y ese pepino ¿qué es? Edelmiro - dijo uno de los abuelos.
-¡Y yo qué se!, pero parece un canto rodao - exclamó su compadre, colocándose la boina con la mano izquierda, todo intrigado.
Por un instante se quedaron observando aquella cosa extraña.
De repente, sin previo aviso, una plataforma comenzó a moverse lentamente, desplegando una rampa, dejando ver la oscuridad de su interior. Una espesa nube de humo blanco comenzó a salir. Los dos bellotos de pueblo observaban la escena, concentrados, sin moverse, atónitos.
Al cabo de un minuto tres enanos grisáceos salieron de la nave, descendiendo lentamente por la rampa, llevando una orla dorada y unas babuchas de color negro. Los abuelos no se movían de su sitio, asombrados.
-Y estos ¿quienes son? - dijo Edelmiro.
-Pues no lo sé, pero van disfrazados - dijo Emeterio.
Los alienígenas se movieron en dirección a los abuelos y estos empezaron a su vez a andar lentamente hacia ellos. Uno de ellos levantó la mano y saludando exclamó:
-¡Hola amigos! somos de Villamancebos, pastores de toa la vida.
¡Bienvenidos a nuestro pueblo! Parece que la nave se ha escacharrado ¿no? ¿tienen hambre? ¿quieren un poco de queso de cabra y unos vinos?
Los extraterrestres miraban lentamente a su alrededor con gestos mecánicos. Parecían algo aturdidos.
-Bip, bip...somos de la galaxia de Aldebarán y estamos aquí en busca de contacto con su especie...bip, bip - contestó uno de ellos, el alienígena más alto.
-Hijo, eso está muy bien, pero no conozco ese pueblo ¿cómo has dicho que se llama? ¿Aldebarán?... ¿eso por dónde cae?
Los extraterrestres se miraron unos a otros algo extrañados y comenzaron a moverse cada cual por su cuenta. Empezaron a tocar las plantas, a coger rocas y piedras del suelo y a oler las flores y el aire. Uno de ellos cogió sin saber qué era un excremento de cabra y se la metió en la boca. Al instante lo escupió dando botes.
-Bip, bip...esto está malo, esto no es comestible, contiene alto porcentaje de toxinas...¡bip, bip! - dijo claramente molesto.
Los abuelos al ver lo que había hecho rompieron a reír.
-¡Pero chiiiico!¡¿cómo haces eso?! que te has comido una mierda de cabra - gritaba uno de ellos mientras le señalaba con la garrota.
Los marcianos no se enteraban de nada, parecían no procesar esa información tan elemental.
-Este planeta es rico en vida orgánica - dijo el marciano de mediana estatura - las criaturas crecen en múltiples variantes y especies. Este planeta es rico en H2O y Oxígeno...bip, bip.
Esto último no parecieron entenderlo bien los abuelos, que miraban algo extrañados. Al cabo de un rato uno de ellos dijo:
-El oxígeno ese no se lo que es, pero aquí tenemos un vino tinto y un queso de cabra que está muy bueno. Los pueblos de alrededor vienen a comprar aquí.
-Los humanos - prosiguió uno de ellos sin escuchar al belloto - son una especie subdesarrollada. Los humanos cortan árboles y contaminan, no respetan el medio ambiente. En este planeta hay muchas partículas de plomo en suspensión...bip, bip… - remató el más pequeño de los tres marcianos.
-Aquí lo que vamos a tener son las fiestas del pueblo en cuestión de ná, semana y media, más o menos. Quedan ustedes invitaos, pero eso sí, tienen que dejar el disfraz en casa - comentó Edelmiro.
Los extraterrestres volvieron a inspeccionar la zona, tomando muestras de lo que encontraban, tocando, oliendo, degustando...y en un momento dado uno de ellos dijo:
-Este planeta debe ser colonizado por una civilización superior como la nuestra. Los humanos son autodestructivos. No se merecen un planeta como este...bip, bip...
Los dos bellotos de pueblo, que no habían entendido eso de "la colonización" preguntaron a qué se referían.
-Colonizar, invadir su planeta. Nosotros seremos los dueños de la Tierra. Ustedes nuestros siervos....bip, bip.
Nada más oir esto, los dos abuelos se miraron asombrados. Un sentimiento de nacionalismo humanoide despertó de repente en ellos y con la garrota en la mano, alzada, gritó uno de ellos:
-¡Me cago en Sos! ¿quitarnos nuestras tierras? ¡La madre que os ha parío! - gritó.
Salieron con la garrota por espada, corriendo, en dirección a los tres marcianos. Estos, al verse en peligro, subieron a la nave y arrancaron aquel trasto rápidamente, mientras los abuelos aporreaban la nave allí donde podían.
-¡Malandrines, malas personas! - exclamaban - ¡como os pillemos os colgamos del campanario! - gritaban enfurecidos.
Al cabo de un rato el Ovni perdía la imagen de la Tierra, allí en el espacio, camino de otro planeta habitado, mientras los dos abueletes volvían por sus pasos, camino de la cantina, triunfantes en su hazaña por salvar la Tierra.
"El peluquín"
Iba camino a la costa de vacaciones. Había pasado un año de mucho trabajo y necesitaba urgentemente un descanso y desconectar de la rutina. El médico me había diagnosticado ansiedad, y ese mismo día me dijo muy claramente q debía darle un respiro a mi cuerpo y a mi mente…y es por ello que me marchaba de vacaciones.
La costa siempre me había gustado, era mi lugar preferido para escapar de la ciudad. En ella se quedaban la familia, esposa e hijos y montones de pilas de papeles que debía revisar a mi vuelta. Pero prefería no pensar en ello. Ahora tenía que centrarme en el ocio y la naturaleza, y disfrutar de mi tiempo libre y mis vacaciones.
Iba sentado en la parte central del autobús, justo detrás de la puerta de salida, en el lado de la ventana. Era uno de esos autobuses enormes, con televisor y cuarto de baño.
Nadie iba sentado a mi lado y tenía los dos asientos para mi solo. Toda una gozada, la verdad.
El bus tardaba aproximadamente tres horas en llegar a la costa.
Al comienzo del viaje empecé a leer, pero al poco tiempo lo dejé, porque me mareaba. Leía una de esas novelas ligeras, para no pensar mucho, y también llevaba algo de música en el mp3, y el periódico. Pero en estos viajes me cansaba pronto de todo esto. Prefería ver el paisaje o pensar en mis cosas, o también observar a la gente que me acompañaba en el viaje, analizar su comportamiento.
Salpicados por el autobús había una señora mayor sentada en los primeros asientos, dos chicas jóvenes un poco más atrás en los asientos de la izquierda, un señor mayor justo delante de mí a un par de asientos de distancia, un grupo de chavales al fondo del todo, y entre medias de ellos y mi asiento, una familia con dos niños pequeños, una monja y un chico joven con maleta y una funda de clarinete. Supongo que debía ir a dar algún concierto…
Me quedé pensativo durante un instante, mirando al frente, cuando observé que el pelo del señor que tenía delante mía se movía ligeramente. Por un instante pensé que había sido imaginación mía, pero al cabo de un rato pude volver a ver claramente que se movía. Observé detenidamente aquella mata de pelo negro, y efectivamente se movía.
“Aquello tiene que ser, por fuerza, un peluquín”, pensé. El vello natural está fijo a nuestro cuerpo y no puede moverse, viajar a su antojo. “Si, eso debe ser un peluquín”, volví a pensar.
La mata de pelo empezó a moverse cada vez con mayor claridad. Se movía oscilando en la parte de la coronilla y poco a poco fue ganando terreno. Sus movimientos eran espasmódicos, como si funcionase con unas pilas que se estuviesen agotando. Aquello era algo muy curioso.
En un momento dado dio un respingo y se posó en la cabeza de su dueño justo al revés. Lo más curioso de todo aquello es que parecía que solo yo veía todo esto. Las demás personas no se daban cuenta, y menos su dueño.
Para poder verlo más de cerca, como excusa fui a preguntarle al conductor cuanto faltaba para llegar a nuestro destino. De regreso a mi asiento me quedé fijamente mirándolo, mientras iba camino de regreso a mi sitio. Por un instante pareció observarme. “Un peluquín vivo e inteligente, alta tecnología”, pensé con curiosidad. Aquello era intrigante, y pensé más tarde que podría ser un experimento, algo así como la fusión de un microchip y una peluca de última generación, para obtener peluquines biónicos. Ciencia ficción, vaya.
Me acoplé en mi asiento sin perderle de vista…
Volvió a moverse y, para sorpresa mía, desapareció de mi vista, por detrás del asiento de su dueño. Ahora el peluquín andurreaba por el autobús, sin control. Aquello empezaba a ponerse peligroso y yo no sabía cómo reaccionar. Me imaginaba el ridículo tan espantoso que haría si pidiera al conductor parar el autobús y a sus pasajeros salir a la carretera porque un peluquín andaba saltando de asiento en asiento. Lo más seguro es que se marcharan a la costa sin mi.
Decidí seguir observando. Se me pasó por la cabeza la idea de si aquella cosa sería carnívora ¿mordería? ¿sería venenosa? ¿sería tóxica y mortal? Las preguntas sin respuesta se me amontonaban en la cabeza mientras seguía sin localizar al maldito peluquín. La situación se me antojaba de alto riesgo.
A todo esto apareció el peluquín rebelde. Asomándose poco a poco hizo acto de presencia en el asiento justo delante del mío. Fue visto y no visto, dando la sensación de que sabía que le estaba observando. Quizá era tímido y se ruborizó al verse observado. El peluquín juguetón y su dueño calvo sin saberlo, vaya panorama…y volvió a asomarse y a esconderse rápidamente.
Me acerqué al hueco entre los dos respaldos de los asientos que tenía justo delante, e intenté ver algo. Pero nada. El jodío era astuto, rápido y precavido. Era la versión peluda de James Bond. “Veo que eres listo”, pensé “pero yo lo soy más” rematé mis pensamientos.
Como un rayo apareció entre los dos asientos y me golpeó levemente en la cara. Del susto di un respingo y me incorporé en mi asiento, escupiendo con disimulo unos pocos pelos que se me habían metido en la boca. “¡Joder! Qué asco, pelos de peluquín en mi boca”, pensé “espero que esté limpio, sin caspa ni grasa” volví a pensar.
Mucho pensar pero el peluquín me estaba vacilando. Aquello no podía seguir así y tenía que dominar la situación, necesitaba un plan de emergencia.
Por un instante le ví corretear por debajo de mi asiento. Jugaba a la táctica de acorralar al enemigo. Era rápido, ligero, sabía moverse. “Quizá ha sido entrenado en un campo de adiestramiento”, pensé “o quizá fuese un agente de la CIA de encubierto”. Las posibilidades eran múltiples, pero yo seguía sin saber qué era aquella cosa en realidad.
Me giré en el asiento y con asombro ví cómo reptaba por el cristal de la ventanilla que había a mis espaldas. Se comportaba como una babosa pero sin dejar babas. El resto de personas no se daban por enteradas. Aquello era de locos.
Yo, apunto de ser atacado por una peluca maligna y la gente feliz de la vida, al margen de mi situación. “Solo ante el peligro”, pensé.
Cogí el periódico, hice un rollo con el y me di media vuelta. Me lo quedé mirando fijamente y le lancé un golpe certero, pero fallé. El muy cabrón se había adelantado al golpe, con gran velocidad, como las moscas. Se escabulló y ahora estaba en lo alto del cristal, allí posado, observándome. “Esto va a ser más difícil de lo que yo creía”, pensé.
Me volví a incorporar en el asiento, observándolo con el rabillo del ojo, sin perderlo de vista.
Empezó a moverse hacia mi…
Lentamente reptaba hacia la parte inferior del cristal, en movimientos oscilantes y quebrados. Pude oír cómo soltaba una especie de gemido casi inaudible, un “sssss” silencioso y siniestro. “Como las serpientes”, pensé.
Y se lanzó a mi cara otra vez. Se frotó con rapidez por toda mi cara, haciéndome cosquillas y dándome un susto de muerte. Con un acto reflejo lancé mis dos manos para poder quitármelo de encima, pero era muy ligero y escurridizo. Se me metió en la boca por un instante y acto seguido desapareció por entre mis piernas, a la velocidad del rayo.
Aquello me enfadó de verdad. Me puse en pie y empecé a buscarlo por debajo de los asientos, mientras la gente me miraba extrañada. Pude oír a mis espaldas “mira ese señor qué cosas más raras está haciendo”. “Si supieran que en el autobús había una peluca asesina no dirían eso”, pensé con enojo.
Cual fue mi sorpresa cuando ví claramente que el peluquín había vuelto a la cabeza de su dueño, mientras yo andaba en el fondo del autobús, buscándolo. Volví a mi asiento, ajustándome la ropa, y me quedé observándolo de nuevo, cansado de aquel juego.
Empecé a leer el periódico, todo arrugado, para disimular. Quizá dejara de vacilarme aquella peluca viviente si viera que no le hago ni caso. Abrí el periódico por la sección de economía y leí un par de noticias. Aburridas, muy aburridas. Levanté la mirada y ví con horror que ya no estaba en la cabeza de su dueño. ¡Dios, otra vez no!
Me parapeté detrás del periódico para no ver por dónde andaba, pegando el periódico abierto a mi cara. Estaba muy nervioso. Pero en un momento dado volví a escuchar “sssss” cerca de mí. No sabía de dónde venía ese sonido siniestro. Levanté la mirada por encima del periódico escrutando con mis ojos a derecha e izquierda, sin mover la cabeza, pero no ví nada.
Rápidamente, y sin yo darme cuenta, volvió a aparecer por debajo del periódico, volviéndose a pegar en mi cara. De los nervios utilicé el periódico como arma de defensa y empecé a darle golpes, es decir, a darme yo mismo en la cara, y sin darme cuenta lancé un chillido.
Aquello fue lo más bochornoso de mi vida. Pude oír una voz de niño que decía “mira, mamá, ese señor está loco, se golpea con el periódico”.
Cuando recobré la compostura el peluquín había vuelto a su cabeza de origen y estaba en una posición natural, inerte, como si nunca hubiese roto un plato…y al poco tiempo llegamos a nuestro destino.
Al bajar del autobús coincidimos el señor del peluquín y yo, y el hombre me preguntó amablemente:
-Hijo ¿qué tal el viaje?, ha sido breve ¿verdad? Yo me he quedado dormido todo el viaje, jeje!
-Si, señor, breve pero intenso. – respondí con ganas de contarle todo lo que había ocurrido.
Cuando ya me dirigía al hotel donde tenía reservada una habitación ví marcharse a lo lejos a este señor y como, otra vez, el peluquín se movía, ligeramente, pero con claridad siniestra.
"Pesadilla"
Cierta noche me quedé dormido en la cama escuchando música. Había pasado un día lleno de contratiempos y adversidades. El trabajo no iba muy bien y había discutido con mi jefe por unos asuntos de poca importancia. Llegué a casa tan agotado que me fui directo a la habitación a descansar; solo quería tumbarme en la cama y olvidarme de todo. Me puse los cascos del walkman y me dejé llevar por la música, escuchando el adagio de Samuel Barber, esa maravillosa obra de juventud, nostálgica y tranquilizadora. El sueño no tardó mucho en aparecer. Al principio, en duermevela, la realidad se me mezclaba con el estado de sueño. Era algo extraño, una mezcla de realidad y sensaciones oníricas. Poco después ya no escuchaba la música y empecé a soñar...
De repente me vi en algún lugar que no conocía, en algún sitio extraño para mí. No había nada a mi alrededor y todo estaba en penumbra, todo era homogéneo. En un momento dado empecé a oír voces raras, extrañas, que procedían de todas partes; eran voces muy variadas, de distintas intensidades y timbres. Pude observar que eran un sinfín de voces de animales y personas: chillidos, alaridos, gemidos, silbidos extraños...En un principio sólo se escuchaban pequeñas voces de personas en entrecortados gemidos y sollozos. Parecía un velatorio donde ya solo quedaran los más apenados y retrasados del grupo.
Yo no sentía nada, solo oía y callaba; me encontraba expectante, en este sitio sin esencia ni sustancia.
Progresivamente empezaron a oírse más y más alaridos. Yo empezaba a moverme y estaba algo inquieto, me sentía algo incómodo, pero permanecía atento a los acontecimientos. El aumento en la cantidad de voces y en su volumen me hacían estar cada vez más tenso, cuando empecé a escuchar una orquesta en la lejanía. Interpretaban uno de los famosos valses de Strauss. Mi compostura cambió y me agradó escuchar esta música. Las voces parecían no aumentar de volumen, estaban estables, y la música de la orquesta cada vez se escuchaba con más claridad, aumentando por momentos. Algo que me extrañó fue que dicha orquesta empezó a desafinar progresivamente; los violines desafinaban subiendo la afinación cada vez más, a diferencia de los timbales que iban bajando a notas casi inaudibles. Las trompetas hacían motivos rítmicos rápidos y desenfrenados. Mi cara reflejaba un gesto de extrañeza y duda...y en esos momentos abrí bruscamente los ojos.
De repente y, como conjugándose todo, empezaron a aparecer saltimbanquis y bufones a través de unas puertas giratorias que habían colgadas de por ahí arriba, no se sabe dónde. Bailaban y brincaban al son de la música que ahora sonaba: "El lago de los cisnes" de Tchaikowsky, que se mezclaba como una fuga con la música de la orquesta anterior que se había deformado tanto que parecía una cinta magnetofónica ralentizada. Las voces seguían como antes, no habían cambiado nada, seguían sonando. Me di cuenta que cada vez había más y más bufones y saltimbanquis, vistiendo unos trajes muy elaborados y coloridos, todo lleno de guirnaldas y florituras. Tenían la cara pintada mitad de un color, mitad de otro, con los pelos totalmente alborotados y calzaban unos zapatones de cuero marrón claro que terminaban en punta, donde había un gran y brillante cascabel.
Reían y danzaban. La segunda orquesta seguía tocando Tchaikowsky, mientras que la primera ya había desaparecido, y las voces del principio parecían fatigadas e iban acallando poco a poco, desapareciendo. Ahora el panorama tornaba cíclicamente en diversos colores; rojo, azul, amarillo, marrón, verde, gris...pero cuando llegó al negro paró en seco. Ahora los bufones y saltimbanquis se habían detenido y lloraban intensamente en el hombro del compañero. La orquesta se hizo visible y me di buena cuenta de que se reían a carcajada limpia. Era un contraste de lo más extraño, la verdad. Pero me quedé más sorprendido cuando observé claramente que reían todos menos el director, que estaba tendido en el suelo en mitad de un charco de sangre, con la batuta metida en el ojo derecho. Para mi sorpresa en la cara del director se observaba una gran sonrisa, con el ojo izquierdo desorbitado y mirándome fijamente, inyectado en sangre y moviéndose con nerviosismo.
Dios mío, que situación!
Entonces, como un montón de niños de guardería, todos los miembros de la orquesta empezaron a meterse el arco por los ojos a la vez que reían, sacándoselos de la cuenca de los ojos. Los que no tenían arco se metían lo que pillaban, un bolígrafo o la embocadura de su instrumento. El timbalero se dio una buena ración de baqueta. Como consecuencia de todo esto empezó a llover sangre mezclada con venillas por todos lados, salpicándolo todo. Las partituras empezaron a teñirse de rojo, rojo paranoide, y todos los ojos desahuciados comenzaron a agruparse en una especie de racimo gigante en lo alto del centro de la orquesta. Lo más desquiciante y desagradable de esta visión eran las locas y desenfrenadas risas de estos personajes.
Las voces del principio habían desaparecido completamente y ahora los bufones y saltimbanquis se sacaban los mocos, pegándoselos posteriormente en su traje.
¡Qué marranos!, pensé. Las puertas giratorias también habían desaparecido y en su lugar aparecían unos oscuros agujeros. A los músicos de la orquesta ya no les quedaba nada que sacarse de la cara, y los ojos que formaban el racimo creaban un ser viscoso, donde los ojos se empujaban por ocupar los primeros puestos, en la cima de aquella asquerosa cosa espumosa. En un momento dado, a aquel ser megavisionario le empezó a crecer unos apéndices muy largos y finos, como los de las arañas, que se extendían a lo largo de mi pesadilla. Por debajo del montón de ojos, que debían configurar la cabeza, surgió una enorme y gruesa boca peluda, de grandes labios...y las patas seguían creciendo sin freno ni mesura. De la boca emanaba una espesa baba que lo empapaba todo.
En un momento dado los músicos se comportaron como marionetas sin expresión en la cara, sentados con la cabeza reclinada hacia tras. Eran muñecos sin hilos que los pudieran dar vida. Y en un momento dado empezaron a levantarse de sus asientos, escalonadamente, no todos a la vez; parecían obedecer alguna orden. Las patas del racimo de ojos siguieron creciendo hasta que pararon bruscamente, justo cuando iban a tocar mis pies. Los músicos, que estaban todos de pie, se acercaron a unas grietas abiertas en las finas patas del cabezudo; aunque la relación entre la grieta y el cuerpo del músico era muy desigual, estos últimos no parecían tener dificultad para poder entrar por ellas, parecían de goma elástica. Todo un espectáculo, la verdad.
Los bufones y saltimbanquis miraban atónitos el espectáculo que daban los músicos y el racimo de ojos gelatinoso. Apuntaban algo, hacían garabatos en una libretas que habían sacado del interior de sus trajes. Escribían con unos lapiceros largos, muy largos y relucientes que terminaban en forma de garabato en el aire. Tenían además una cara de interesados en todo lo que acontecía que daba risa, era muy cómico. Para rematar la compostura empezaron a ponerse unas gafas de intelectual de distintos tamaños y colores.
Quedaban pocos músicos por entrar por las grietas de las patas; el único que no entró fue el director, lo cual me sorprendió. Este último entró por uno de los ojos del racimo, rompiéndolo previamente con una silla que lanzó desde el escenario. Algo que me llamó la atención fue que entre los saltimbanquis y bufones empezó a surgir una especie de competencia por ver quién recogía más información sobre lo que acontecía, y quién se ponía la mejor y más lustrosa gafa. Progresivamente aparecieron bufones y saltimbanquis con muchas gafas puestas a la vez.
Ahora ya no quedaba ni un solo músico a la vista y las grietas empezaban a cicatrizar, lentamente...
En esos momento yo me sentía como un espectador, un espectador privilegiado de toda esta dinámica fantástica. Me sentía bien, muy bien. Seguí a los payasos de circo; la competencia cada vez era mayor, más intensa y eufórica. Al cabo de poco tiempo, y la verdad, no sabía de dónde sacaban tantas gafas, uno de ellos empezó a chillar y a sollozar, al verse casi sepultado por una montaña de gafas. Era una mezcla de pena y escena patética, absurda. Se le veía media cabeza, los ojos se movían nerviosos y brillantes y movía dicha cabeza en todas direcciones, en una búsqueda desesperada de ayuda. Algo que me horrorizó fue ver cómo los demás se reian de él, y cómo empezaron a echarle más gafas encima de las que tenia el pobre desgraciado. El pobre empezó a llorar al verse sin esperanzas de salir de aquella pesadilla, valga la redundancia de la situación.
Ante esta situación intenté ayudarle, implorándoles piedad por aquel pobre idiota, chillándoles, e incluso insultándoles al final, pero ni yo mismo me oía, y además tenía los pies clavados al suelo, no podía desplazarme por mi pesadilla. ¡Qué mal trago! Al pobre desgraciado ya no se le podía ver, de la cantidad de gafas que tenía encima. Toda esta situación les excitaba, les animaba a perpetrar el crimen. Poco a poco los sollozos fueron apagándose hasta que se extinguieron del todo y esto les provocaba cada vez mayor excitación, hasta que todo terminó en una tremenda orgía de circo.
El pobre bufón ya no se movía, solo respiraba de manera entrecortada, ya casi estaba muerto, callaba.
A todo esto el otro ser, el racimo de ojos espumoso, empezó a hincharse de una manera exagerada; las patas ahora se encogían y se hacían cada vez más gruesas, en una metamorfosis siniestra. Empezó a notarse cierto calor en el ambiente. Los ojos de este ser empezaban a inyectarse de sangre y a engordar por momentos. La cabeza empezaba a crecer más y más...algo que me inquietó fue darme cuenta de que los músicos chillaban dentro de este monstruo, como si estuvieran siendo torturados o algo por el estilo.
Yo me esperaba lo peor, una explosión total de aquella cosa asquerosa y todos hasta las cejas de sangre y venillas.
Al bufón sepultado ya no se le oía respirar y los demás estaban muy asustados, como si supieran que algo terrible estuviera a punto de suceder. Estaban nerviosos, inquietos y se empujaban unos a otros en busca de un refugio inexistente. Como última alternativa se metían en los agujeros negros que habían quedado como residuo de las puertas giratorias, pero eran expulsados de ellos por una fuerza invisible...y lo que esperaba, sucedió.
La araña multivisionaria explotó tras una explosión terrible. Saltó por los aires traducido en un sinfín de tiras de papel coloreado y confeti. Todo se nubló de esta porquería y yo me quedé totalmente sorprendido. Parecía todo aquello una fiesta de cumpleaños o algo por el estilo. Bufones y saltimbanquis se felicitaban, se daban abrazos, muy alegres, como si hubieran logrado algo importante. Tras la nube de confeti y guirnaldas, cuando todo se despejó, los payasos de circo se quedaron quietos, muy quietos...como si esperaran algo.
Entonces los gemidos y sonidos del principio se volvieron a escuchar. Ahora se apreciaban más alegres y agudos, y se repetían en intervalos de tiempo más cortos. También se empezó a escuchar la música del principio, la música de Strauss y Tchaikowsky, simultáneamente, desde la lejanía de la pesadilla. Me dolía ligeramente la cabeza.
Oí contar hasta tres por un altavoz o megáfono y empezaron a evaporarse los bufones. Por momentos subía el volumen de las voces y de la música. Empecé a sentir hambre.
En un crescendo y decrescendo veloz todo sonó y en menos de un segundo todo, completamente todo desapareció y me quedé en el más grandioso y desconocido silencio. Empecé a captar un ligero olor a excremento, e intenté taparme la nariz, pero me lo impedía una fuerza invisible, maligna. Me sentí contrariado. Todo empezó a tambalearse y a moverse bruscamente como si estuviera dentro de un barril de cerveza en movimiento. Chillaba pidiendo auxilio, pero esta vez tampoco me oía.
Cada vez los movimientos eran más bruscos y violentos, y el olor a excrementos no cesaba. Sentía perder el equilibrio, me dolía más la cabeza y los pies no me respondían. Pero lo peor estaba por llegar...
Empecé a experimentar un cambio progresivo en mi físico, tanto interno como externo. Lentamente me empezó a salir espuma de las orejas, y mis manos y pies crecían de una manera desmedida en proporción con mi cuerpo. Mis ojos también empezaban a engordar, y comencé a expulsar grandes cantidades de mocos por mi nariz, verdes y viscosos. Todo ahora se movía con menos virulencia que antes...
¿Qué me estaba pasando? pensé, ¿en qué me estoy convirtiendo?.
Mi cabeza y mi miembro viril endurecieron por completo. Este último había roto el pantalón y asomaba su pequeña cabeza por el descosido. Los ojos en un momento dado, y debido al exagerado crecimiento, se llegaron a ver el uno al otro; me había convertido en un bizco con ojos como pelotas de fútbol. En este punto me dolía la cabeza horrores y los mocos no paraban de salir, fluida y rápidamente, ensuciándolo todo; ahora mis manos y pies no crecían, pero habían alcanzado unas dimensiones espantosas.
Lo que me crecía ahora eran las orejas hacia abajo, pesadamente, y los movimientos bruscos casi habían desaparecido. Era desesperante no poder controlarme y ser víctima de esta metamorfosis infernal. Parecía un muñeco hinchable. El peso de mis orejas me vencía hacia el suelo. Lloraba, lloraba de rabia y desesperación.
Todo paró en su transformación y me quedé en este estado, hecho un amasijo de carne adulterada. Grandes pies que no podía mover por su gran peso, dos ojos grandísimos que se miraban el uno al otro, sin poder ver que acontecía a mi alrededor, dos orejas que parecían de elefante y que no me permitían oír mejor que antes, y todo lleno e impregnado de verdes y asquerosos mocos verdes. Dios! pero ¿porqué me está sucediendo todo esto?.
Al decir estas últimas palabras me di perfecta cuenta de que podía oírme, ¡si! podía oírme!
Esto era lo mejor que me había ocurrido en toda esta pesadilla. Intenté moverme, no sabía hacia dónde, pero quería moverme. Estaba completamente inmovilizado por mi mismo; vaya situación más tonta, pensé. Me di cuenta de que sudaba, sudaba mucho.
Comencé a escuchar una musiquilla lejana, algo suave y agradable, en la lejanía onírica...era Mahler, si, eso es. También reconocí que estaba terminando la obra en cuestión, y los últimos compases daban a su fin, un final apoteósico, lleno de euforia y alegría. Lo escuché placidamente hasta el final, cuando un brusco y repentino golpe de platillos me hizo caer a otra dimensión, a otro lugar; ya no estaba donde antes. Ahora todo era suavidad y bienestar, así, de repente. Sentí una cálida brisa en mi rostro. Creí no ver nada pero, fijándome bien, pude observar un foco en un lugar apartado, pequeño pero intenso, que alumbraba un objeto que no llegaba a distinguir bien.
Ahora estaba físicamente bien, como antes, todas las deformaciones habían desaparecido por arte de magia (o del platillazo) y esto me alegraba. Decidí acercarme lentamente al foco lejano y cuando estuve a cierta distancia pude reconocer lo que era: un conmutador a la antigua usanza, uno de esos que aparecen en las películas de Frankenstein. Era negro y estaba lleno de telas de araña, sucio y polvoriento. Durante un rato lo observé y decidí accionarlo...
En menos de medio segundo aparecí en mi habitación, tumbado en la cama, tal como me había dormido en un principio. Me recliné en la cama, moví la cabeza para aclararme las ideas y resoplé. Estaba confuso y lo único que recordaba era el incidente del interruptor. Pensé en un principio que había estado andurreando por la casa sonámbulo, y que había ido al servicio a echar un pis y que por ello me había dejado la luz encendida, con lo que tendría alguna relación con el sueño; pero me di cuenta de que nada más tocar el conmutador desperté en la cama, por lo que no me hubiera dado tiempo llegar a la cama, y mucho menos acostarme.
Estaba confuso. Me acerqué al baño y la luz estaba apagada.
Ahora estaba más confuso que antes. Pensé en una remota relación, con eso del interruptor y las luces, en la bombilla de la lámpara de mi habitación. Me puse de pié encima de la cama y la observé fijamente. Ahí solo había una bombilla normal y corriente, y empecé a darme cuenta de que estaba haciendo el idiota. Me volví a sentar en la cama y apagué el walkman, que seguía funcionando. No conseguía entender lo sucedido.
Tras reflexionar por un momento me di cuenta de que era absurdo querer dar explicación racional a un sueño, que todo aquello había sido una pesadilla y nada más. Confiado y más seguro de mi mismo dejé el walkman en el cajón de mi escritorio, eché un ligero vistazo por la ventana y me dispuse a salir de la habitación.
Cual fue mi sorpresa cuando cinco relucientes hachas de acero impactaron al unísono en mi cabeza, escuchándose un fuerte crujido de huesos rotos. Cinco hachas, los de todos los miembros de mi familia, que me pulverizaron el cráneo como si se tratara de mantequilla caliente; todo lleno de sangre y masa cerebral. Sus caras reflejaban satisfacción.
Por una milésima de segundo pensé que aquella era una muerte absurda para un tío tan cojonudo como yo...
“Los gnomos”
Me quedé dormido en el sofá después de ver el telediario. Había tenido una mañana densa en el trabajo, con algún problema que otro con el transportista, y llegué a casa cansado. Comí algo de lo que me encontré en la nevera y me fui directo al salón, a dormitar. Sonó el teléfono pero no lo cogí. Tras ver el noticiario empecé a hacer zapping y poco a poco se me cerraron los ojos. Al final el mando de la televisión se me escurrió de la mano, cayendo al suelo, que por suerte estaba alfombrado. Una cabezada de un par de horas me repondría de la mañana agotadora…
Un ruido de cristal roto me despertó al cabo de una hora. Parecía venir de la cocina, pero estaba todavía en mi mundo, medio dormido. No sabía bien si aquel ruido formaba parte del sueño o de la realidad. Quizá el gato de la vecina se me había colado por la ventana de la cocina y me había roto algo. No hice caso, y decidí seguir durmiendo.
Al poco tiempo sonó claramente el ruido de un cubierto golpeando el suelo. Ahora si que me levanté del sofá, entumecido y somnoliento, y fui directo a la cocina para ver qué estaba ocurriendo. Por el pasillo pensé que sería aquel gato fofo de la vecina que se daba unos buenos paseos por el tejado del edificio. Cuando llegué a la cocina lo primero que vi fue un vaso completamente roto en el suelo y un tenedor no muy lejos, también en el suelo. Miré a mi alrededor para ver si veía al supuesto gato, pero no vi nada.
Lo recogí con tranquilidad y cuidado para no cortarme y el tenedor lo metí en el lavavajillas. Acto seguido fui al frigorífico para prepararme una pequeña merienda.
Un sándwich vegetal y una lata de cerveza, acompañado de unas aceitunas deshuesadas.
En un momento dado, mientras paladeaba gustosamente el sándwich oí una pequeña risita, nerviosa y aguda, que no sabía de dónde venía. Dejé el sándwich en el plato, me limpié la boca con la servilleta y miré a mi alrededor. Nada, no veía nada o a nadie.
Aquello empezaba a ser intrigante; vaso roto, tenedor en el suelo y risitas de pitufo.
Eché otro vistazo y volví a mi merienda. Pensé por un instante que podría ser la televisión, pero estaba apagada.
Sonó el teléfono, y tampoco lo volví a coger. Hay que ver cómo te llaman cuando más ocupado estás, ¡qué oportunos! Pensé en devolver la llamada más tarde; ahora estaba con mi merienda, y aquello era sagrado para mi. Trago de cerveza y un par de aceitunas deshuesadas por el gaznate. Volví a mi mundo.
En un momento dado vi por el rabillo del ojo algo que se había movido debajo de la mesa. Me quedé con el sándwich en la mano y agaché la cabeza para ver qué era aquello. No veía nada de nuevo, pero lo había visto, algo se había movido por debajo de mi mesa de cocina. Ya cuando estaba a punto de volver a mi sabrosa merienda pude ver claramente como un ser verduzco y peludo salía de una de las patas de mi silla. Era muy pequeño, poco más grande que el mando a distancia de mi televisor, vestido de harapos, de un color verde sucio y con una nariz afilada y gruesas cejas. Lo más cómico era el sombrero que llevaba, negro y puntiagudo.
La sorpresa fue total. Me quedé embobado mirándole mientras él me observaba moviendo la cabeza ligeramente y parpadeando con asombro. Nunca había visto nada parecido “¿aquello era un gnomo?” pensé. Yo siempre había creído que aquello eran seres de ciencia ficción que aparecían en los cuentos de hadas y en las películas de hollywood. Pero no, en mi cocina también los había. Asombroso. Por un instante no supe qué decir.
-¿Hola? – dije confuso - ¿qué eres?
-¡Jijijiji! – rió nerviosamente – soy Petrus, un gnomo casero – respondió moviendo los hombros y señalándome con el dedo derecho. – Vivo en tu casa, ¡jijiji! – remató.
-Vaya….esto…pues no lo sabía. ¿Eres humano? – pregunté.
-¡Jijijiji!...¡noooo! soy un gnomo, los gnomos no somos humanos, somos seres del primer inframundo – respondió con seguridad.
-Aha… – me quedé por un instante sin saber que preguntar. - Y dices que vives en mi casa, ¿no?
-Si, eso es, jijiji, vivo aquí, bueno mejor dicho en tu salón, detrás del mueble principal. Allí tenemos nuestra madriguera, jijiji – me respondió con orgullo.
-¿Madriguera? – pregunté arqueando las cejas del asombro - ¿tenéis una madriguera en mi salón? ¿Cuántos sois?
-Somos doce gnomos y un guardián de la puerta dorada. Vivimos aquí desde que se construyó el edificio, hace muchos años – me aclaró – tu todavía no estabas.
¡Vaya!, me habían alquilado el piso con gnomos y yo sin saberlo. Estaba ante la duda de denunciar a la casera por alquiler irregular o llamar a un circo para que vinieran a llevarse a estos personajes de tebeo. Qué situación más rocambolesca. Le di un bocado al sándwich y volví a entablar conversación con aquel ser curioso.
-¿Y desde cuando dices que vivís aquí? – pregunté.
-¡No se habla con la boca llena, es de mala educación! – me dijo algo serio.
-¡Ups!, perdona, es verdad… – respondí llevándome la mano para taparme.
-Desde hace cincuenta años – me aclaró.
-¡¿Cincuenta años?!, pero si yo no había nacido entonces – le comenté – pero tu ¿qué edad tienes entonces?
-Doscientos treinta y siete años – respondió tranquilamente.
-¡Wow!...pero…eso son muchos años – exclamé asombrado. Volví a morder el sándwich.
-¡Si!, ya lo creo…sobre todo si lo comparamos con los humanos. Vosotros sois menos duraderos. El ser humano más longevo vivió ciento veintisiete años, en Japón. Nosotros llegamos a vivir quinientos años…- respondió con claro sentimiento de orgullo.
-¡Uff!, alucinante ¡cinco siglos! – exclamé – y ¿cómo conseguís vivir tanto? ¿comeis algo especial, alguna pócima o brebaje mágico?
-¡Jijiji!…- rió con ganas – Nooo…es nuestra naturaleza. Nuestra Diosa del primer inframundo nos protege de los peligros y nos bendice con su karma blanco purificado…- comentó.
-Ya – respondí sin haber entendido bien aquello que me explicaba - ¿de qué os protege?
-Pues de los malvados Trols, naturalmente…- respondió subiendo los hombros y arqueando las cejas.
Aquello se estaba poniendo interesante. Volví a darle un bocado al sándwich y cogí una aceituna. Se la ofrecí al gnomo.
-¿Gustas? – pregunté.
-Si, gracias, las aceitunas me gustan mucho – dijo mientras la tomaba con sus diminutas manos verduzcas. “Qué bicho más simpático”, pensé.
-Y esos Trols ¿viven también en mi casa? – pregunté intrigado.
-Alguno que otro hay, si, pero solo se dejan ver por la noche, porque son feos y tienen mucho miedo de ser vistos por los humanos. Son malvados y huelen mal, se tiran pedos y les gusta hurgarse en la nariz.
-Pues vaya, somos más de los que yo creía – le dije antes de tomar un buen trago de cerveza.
El gnomo comenzó a mordisquear la aceituna; era lo mismo que si un humano intentara morder una sandía. Se notaba que le gustaba. Volví a preguntar.
-Y dime una cosa…esos Trols ¿también viven quinientos años como vosotros?
-Nooo…ellos viven solo la mitad, unos doscientos cincuenta – me explicó mientras mordía la aceituna.
-Ya entiendo…pobres, que vida más corta…- dije sonriendo.
-Jijjiji – rió el gnomo, pillando la indirecta.
Bueno, la verdad que era simpático aquel enano verde. Puestos a tener un compañero de piso no estaba nada mal. Pero tenía serias dudas respecto a todo ese grupo de gnomos del que me había hablado, y sobre todo de los Trols. ¿Dónde estaban? Volví a la carga con más preguntas.
-¿Y tus semejantes, dónde están?
-Están en la madriguera, reposando – contestó tranquilamente, entretenido con la aceituna.
-Aha…– dije – ¿y solo sales tu para cotillear por la cocina? ¿no te ayudan?
-A veces, pero hoy me ha tocado a mi salir de caza – respondió.
-¿De caza? - dije asombrado - ¿qué cazáis? ¿ratas, moscas, arañas?...
-Jijiji – rió mientras mordía la aceituna – tomamos solo alimentos de tu nevera. Los animales vivos son nuestros amigos, no los matamos. Además nos gusta más lo vegetal. Podría decirse que somos vegetarianos – me habló mirando con ojos de complicidad, señalando la aceituna.
Vaya mamones, ahora entendía porqué el otro día no encontraba el trozo de queso semicurado que me había traído mi madre. Habían sido ellos. Volví a dar otro mordisco al sándwich y volví a preguntar.
-Todos los animales son vuestros amigos. Esto está muy bien. Yo amo la Naturaleza.
-Bueno – empezó a hablar tras un leve carraspeo de garganta – todos, todos, no. A los gatos les tenemos miedo. Nos huelen a gran distancia y les gusta mordernos. Para ellos somos como ratas juguetonas, y disfrutan cazándonos, como los Trols.
-Pues mi vecina tiene un gato grande y fofo que a veces se me cuela por la cocina…– comenté con ganas de ver qué reacción tenía.
Su cara se transfiguró de inmediato y comenzó a mirar en todas direcciones. Me pidió que cerrara la ventana de la cocina, que seguía abierta. Lo hice y volví a mi asiento, dándole otro bocado al sándwich.
-Tranquilo, no te asustes – dije.
-Sí, bueno, es que los gatos son peligrosos para mi especie, compréndelo – me comentó, mientras volvía a mordisquear la aceituna.
-Y dime, esos Trols, ¿por dónde andan? ¿dónde se esconden?
-Por lo general están escondidos en los armarios. Es su sitio preferido – me respondió.
-¿Los armarios roperos? – volví a preguntar.
-Eso es, allí – contestó – se agazapan entre la ropa y dormitan todo el día. Solo salen por las noches, para buscarnos, pero nosotros nos escondemos y es difícil que nos pillen.
Y yo que creía que vivía solo y resultaba que compartía frigorífico y armario ropero.
-¿Son de vuestra altura?
-No, son más grandes, como tres veces nuestro cuerpo – respondió con ademanes.
-Ya, comprendo – respondí, y volví a darle un trago a la cerveza. Se me estaba acabando - ¿cómo habéis aprendido mi idioma? – pregunté.
-Viendo la televisión. Todos los gnomos del mundo aprenden el idioma de donde residen viendo la televisión, porque es raro que hablemos con humanos – contestó.
Además tenemos nuestro propio dialecto, el gnemosíl – me contestó.
-Vaya, que interesante – contesté.
-Si, lo es, los gnomos somos muy interesantes – respondió muy convencido.
-¿Y desde cuando existís? – volví a preguntar.
-Desde hace más de diez mil años. Los egipcios ya sabían de nuestra existencia…
-Impresionante – dije – y supongo que no habéis cambiado, que seguís tal como erais ¿no?
-Cierto – respondió – nuestra evolución es mínima, por no decir nula. Nacemos sabios y sin problemas de salud. Nuestra Diosa del inframundo nos protege siempre con su luz blanca.
Pensé que sería estupendo tener una Diosa así. Seguro que además estaba buena y todo. Viendo hablar y actuar a este gnomo veía claramente cuan desgraciado era el ser humano. Nuestro Dios no era tan solvente y bueno como el del hombrecillo verde.
-¿Quieres beber algo? – le pregunté.
-Pues si, un poco de agua. Sírvemelo en un dedal, por favor – contestó.
Lógico. Con aquellas dimensiones lo más razonable era servirlo en algo minúsculo. Fui a por el dedal al dormitorio y lo rellené de agua, con cuidado. Se lo serví con delicadeza y por un instante su mano rozó la yema de uno de mis dedos. Era áspera y me hizo cosquillas. Me gustó.
-Y ahora ¿qué quieres hacer? – pregunté
-Pues coger comida para mis compañeros – contestó.
-Ya…pues si quieres te doy un poco de todo de lo que tengo en el frigorífico, ¿te parece?
-Vale, eso estaría genial – respondió con una sonrisa en la cara – muchas gracias.
Me terminé el sándwich y la cerveza y tomé una aceituna. Mientras digería lo que me había metido en la boca saqué de la nevera embutido, pescado y fruta variada. En un trocito de papel de plata metí un poco de cada alimento y se lo entregué a Petrus.
La aceituna estaba casi terminada y la dejó en el suelo para coger como pudo lo que le había preparado.
-Muchas gracias, amigo – dijo – mis compañeros sabrán de ti.
-Espero caerles bien, ¡jeje! – respondí.
-¡No lo dudes! - dijo mientras se alejaba de la cocina – gracias por todo. Ya nos veremos en otro momento.
-¡Adiós! – respondí, saludando con la mano.
Al cabo de un instante había desaparecido tras el umbral de la puerta, camino del salón. Vaya gnomo más salado y simpático. Aquel encuentro era de lo más sorprendente. Yo hablando con un gnomo, alucinante.
Recogí la mesa de migas y lavé los platos que tenía desde hacía días en el fregadero. Recoloqué la comida que había en el frigorífico y eché un vistazo por la ventana. Hacía un día soleado. Quizá fuera más tarde al gimnasio.
Cuando me dirigía a la puerta de la cocina, camino del cuarto de baño que quedé parado, sorprendido. Una docena de gnomos sonrientes estaban en el pasillo, saludándome con la mano, diciendo todos a coro:
-¡Gracias por la comida!
Aquella visión tan tierna me emocionó de tal manera que una lágrima brotó de mis ojos.
“Los dobles”
Caminaba por la gran avenida absorto viendo tiendas de ropa y de electrónica. Hoy era mi día libre y quería comprar algo, darme un homenaje. Tenía ganas de comprarme una bonita corbata, algunas camisas y un pantalón para eventos importantes, elegante y bonito. Empecé por una tienda de ropa de alta gama. Nada más entrar vi la gran oferta que se me presentaba y fui directo a una de las hermosas señoritas que podían atenderme. Una preciosa rubia delgada y de buenos pechos me asesoró.
-Buenos días, caballero ¿en qué puedo ayudarle? – me preguntó en un tono sensual que me encandiló.
-Hola, buenas, pues quiero unas bonitas camisas de seda, ¿qué tiene para ofrecerme? – respondí.
-Aha, venga por aquí, por favor – me contestó.
La acompañe escaleras arriba, siguiendo su hermoso trasero estilizado por una bonita falda negra ajustada. Tenía unos andares y un movimiento de cadera que me encantaba. Cuando llegamos al estante de las camisas casi se me había olvidado a qué venía.
-Aquí tiene camisas de seda de varios colores, señor. Las tallas son de S a XXL.
Si necesita algo más estaré en la planta de abajo – remató.
“Necesito que me ames hasta el fin de los días” pensé soñando. Cuando la perdí de vista escaleras abajo comencé a examinar las camisas. Mi talla era una M y aquello era un poco lío. Muchos colores, varios montones y yo sin saber qué quería realmente. Esto de ir a comprar ropa siempre se me antojaba tarea de mujeres. Los tíos somos más torpes, aunque tardemos menos.
Empecé a sacar camisas al azar y a sobre ponérmelas por encima, mirándome al espejo. La primera que cogí era color blanco, muy elegante y con bordados en las mangas.
-Vaya, que bien me queda – pensé en voz alta. Cuando miré el precio se me quitaron las ganas de comprármela. 75 euros por una camisa, vaya.
Seguí rebuscando pero aquello era demasiado caro para mi. La más barata que pude encontrar tenía un precio de 60 euros, y eso seguía siendo mucho para mi economía.
Dejé las camisas y me di una vuelta por la planta de arriba. Al fondo a la izquierda había un stand con las corbatas. Muy bonitas todas pero también muy caras. Pensé que aquella tienda no era para mi y decidí marcharme.
Mientras iba camino de la escalera para bajar a la planta de salida observé a un señor que estaba de espalda a mi, en la zona de chaquetas, y para mi sorpresa pude observar que vestía de la misma manera que yo; los mismos colores en camisa y pantalón. Los zapatos también eran idénticos, y encima era de mi estatura. “Curioso”, pensé “muy curioso, vaya coincidencia”. Me quedé observándole por un instante.
Cuando estaba a su altura dicho sujeto dio media vuelta y se fijó en mi. Me quedé helado al ver que era exactamente como yo, una copia exacta, como un hermano gemelo. Aquello era una coincidencia extraordinaria, una entre un millón, o más.
No supe qué decir.
-Hola – me dijo secamente.
-Hola, ¿qué tal está usted?...perdone ¿le conozco de algo? – pregunté.
El sujeto se dio media vuelta sin decirme nada, como si no hubiera escuchado lo que acababa de decir, y siguió viendo chaquetas. Me quedé sorprendido y confuso. Una persona que te dirige la palabra para después dejártela en la boca, pasando de ti.
Le di unos golpecitos en el hombro derecho.
-Perdone ¿quién es usted?, la verdad que nos parecemos mucho ¿le conozco? – volví a preguntar.
Sin girarse hacia mi comenzó a recitar una serie de palabras que no entendía, con voz grave, transfigurada, de manera cadenciosa.
-…capacidad generativa sin reflexión, ingesta de vástagos ágrafos y pasivos lectores, futuros sicofantes del carnaval de deiformes antropoides regidores que aventuran la era tecnotrónica, esclavos profesionales por el móvil crematístico...
Me quedé a cuadros, como se suele decir. ¿Qué era aquella parrafada? ¿qué me quería decir? ¿era un mensaje secreto o algo así? Volví a preguntar.
-Señor ¿se encuentra bien? ¿nos conocemos de algo? – dije dándole otra vez unos golpecitos en el hombro.
Silencio. Esta vez no dijo nada. Enmudeció. “Quizá se le hayan acabado las pilas” pensé, con sentido del humor. Se movió un poco hacia la derecha, toqueteando las chaquetas. Seguí sus movimientos sin decir nada. Al cabo de un rato volvió a hablar sin darse la vuelta.
-…el techo atmosférico amenazando con una generosa lluvia de grados kelvin al plutófilo homínido que espera con piernas trenzadas observando el eco visual de los espejos, dibujando gritos en la ardiente oscuridad…- exclamó.
“Vaya tío más loco”, pensé. Quizá recitaba todo eso de memoria sin saber qué significaba porque le habían hecho un lavado de cerebro. Recordé por un instante que la CIA había realizado ese tipo de experimentos con presos e incluso con los propios soldados. Lo leí hacía tiempo en una revista de ciencia y actualidad. Qué miedo. Por un momento me recorrió un escalofrío por la espalda.
-Bueno…– dije cuando ya había terminado de recitar sus absurdas palabras – me marcho. Encantado de conocerle, señor.
-No se vaya – respondió de inmediato, de manera seca, casi brusca.
-Señor, tengo que hacer unas compras y no quiero que me cierren. Que le vaya bien.
Pareció convencido de lo que había dicho y se fue sin decir nada al otro extremo de la planta superior. Yo aproveché el momento y me largué de allí a toda pastilla. Saludé con la mano a la rubia maravillosa a modo de despedida. “Lástima que no haya entablado conversación con esta preciosidad…” pensé risueño.
Ya en la calle subí hacia la plaza principal, buscando más tiendas de ropa. Había mucha gente en la calle, y reinaba un ambiente de júbilo. Era agradable ver a la gente ociosa sonreír y pasear tranquilamente. Aquello me relajaba, me gustaba.
Me paré en otra tienda similar a la anterior, pero esta parecía algo más modesta. Unos estupendos maniquíes posaban coquetamente en el escaparate de la tienda. Lucían unos trajes muy modernos, con camisas de colores y pantalones de campana. Claramente ropa para jóvenes. Yo era más clásico y tradicional, aquello no me gustaba.
Entré en la tienda.
-Buenos días caballero, ¿en qué puedo servirle? – dijo una chica morena de baja estatura.
Esta no me gustaba mucho, más que nada por el acentuado acné de adolescente que lucía en su cara y el excesivo colorete del maquillaje.
-Hola, pues buscaba unas camisas de seda elegantes, o de otro material más económico.
-Sígame y le mostraré lo que tenemos, por favor – me dijo de manera melosa.
Seguí sus pasos observando la tienda. Alguna que otra cajera estaba muy bien. Lo bueno de estas tiendas es que contrataban a las empleadas por su físico, como reclamo comercial. Sabia elección del dueño, un tío inteligente, si señor.
Subí otra vez a una planta superior y me dejó en el stand de las camisas de caballero. Debe ser que la ropa de hombre se vende menos y por eso nos relegan a la planta superior lejos de la entrada. “Marketing”, pensé.
Comencé a husmear por las camisas que estaban ante mi. Colocadas en perchas de colores dejaban colgar unas etiquetas donde ponía claramente la talla y el precio. 45 euros. Bueno, aquello empezaba a acercarse a mi poder adquisitivo. Me animé.
Cogí dos de ellas y me dirigí al probador con espejo, silbando, tranquilamente. Mientras iba de camino, un señor se cruzo por mi camino, y para sorpresa mía, vestía también como yo. Me quedé parado observándole, sin saber qué pensar. ¿Era el tipo de la otra tienda? Fijándome bien, de medio lado, ya que estaba mirando unos pantalones, pude ver que era exactamente como yo, pero no era la misma persona que el señor de la otra tienda. Este era algo más alto. No entendía nada. Dos coincidencias de ese tipo en un solo día era demasiado para mí. Me quedé parado observándolo. Decidí hablarle.
-Hola señor, perdone ¿nos conocemos?
Silencio. Este no parecía querer hablarme, Qué raro.
-Señor, perdone, veo que viste como yo y somos casi iguales ¿nos conocemos de algo? – volví a exclamar.
Al cabo de un instante, y como el sujeto anterior, me volvió a recitar unas palabras misteriosas.
-...el último humo de una realidad evaporada, un homúnculo con tortícolis espasmódica, longilíneas secuencias unidireccionales en un eterno giroscopio, vectores ontológicos, las aceras son fecundas necrópolis de cigarrillos necróticos… - dijo subiendo paulatinamente la voz.
Aquello me asustó de verdad. Empecé a sentirme perseguido. Todo aquello no era normal. Se me antojó pensar que una secta satánica iba a por mi, que querían raptarme.
Dejé las camisas en el primer sitio que vi y me dirigí a la salida.
-Quieto ahí, no se marche – me dijo con voz profunda y cortante – no he terminado.
No podía moverme. Aquellas palabras me impresionaron. Este tipo extraño me daba órdenes y yo encima obedecía. Tonto de mi.
-...semántica vital como función heurística de un pulso herido que ronda las cosas del otro lado del ente onírico... – volvió a recitar con voz de ultratumba.
-Señor, no entiendo nada de lo que me está diciendo ¿se encuentra bien? ¿por qué es exactamente como yo? ¿qué está pasando aquí? – exclamé con voz temblorosa.
Comenzó a reírse, sin girarse hacia mi. Aquello si que me asustó de verdad. Vaya pandilla de locos. ¿Porqué me tiene que pasar esto a mi? Cinco millones de personas en la ciudad y me tiene que tocar a mi. ¡Vaya por Dios! ¿No sería una broma pesada de la televisión? Había visto a veces esos programas de cámaras ocultas y al final te regalaban un ramo de flores y te pedían disculpas, mientras te aplaudían. Pero yo no veía ni cámaras, ni ramos de flores ni nada que se le pareciera. Vaya situación…
-…capacidad generativa sin reflexión, ingesta de vástagos ágrafos y pasivos lectores, futuros sicofantes del carnaval de deiformes antropoides regidores que aventura la era tecnotrónica, esclavos profesionales por el móvil crematístico...¡jajaja!...el techo atmosférico amenazando con una generosa lluvia de grados kelvin…¡¡jajaja!!...al plutófilo homínido que espera con piernas trenzadas observando el eco visual de los espejos, dibujando gritos en la ardiente oscuridad...¡¡¡jajajaja!!! – reía cada vez con mayor intensidad, con nerviosismo histérico.
Salí corriendo de allí. “Me cago en las tiendas de ropa y en los tíos que se parecen a mi”, pensé con rabia. Ya en la calle miré a ambos lados nerviosamente y vi atónito como dos clones de mi mismo venían directos a mi, con cara de enfado, con mirada siniestra y con los puños cerrados. Corrí en sentido contrario, sorteando a las personas que paseaban en contra mía, y me metí en la primera boca de metro que vi. Salté los torniquetes de entrada dando un salto y me dirigí a una de las líneas. Suerte que venía uno de los trenes en ese momento y me metí dentro de un salto. Las puertas se cerraron.
“Pero ¿qué era aquella situación?”, pensé con dolorosa incomprensión. Hombres idénticos a mi que no me quieren, que recitan palabras extrañas sin sentido y que me persiguen…Yo soy una buena persona que paga sus impuestos, como todo el mundo. ¿Me habrán confundido con un terrorista? ¿eran policías o agentes del servicio secreto?...pero vestían como yo, eso no tenía sentido. No comprendía nada.
Me senté en un asiento libre y resoplé con aplomo. Alcé la vista y enfrente mía había otro individuo como yo, otro clon de mi persona. Me miró fijamente, medio sonriendo.
-Hola – dijo de manera escueta, a media voz.
No respondí. Sabía de sobra que iría a por mi o que no me respondería. Al rato dije.
-¿Qué coño quieres? Cabrón de mierda…
-¡Jajajajaja! – rió con tranquilidad – pobre desgraciado – remató.
-Desgraciado tu puta madre, imbécil – respondí con seguridad, aunque con miedo.
-¡¡Jajajaja!! – volvió a reír, esta vez más alto.
Aquello me enojó. Me lancé a por el, cogiéndole del cuello con las dos manos. Nada más ponerle las dos manos encima vi claramente cómo se me acercaban tres de aquellos clones malvados por el flanco derecho del tren. La gente se aparto viendo que iba a ver pelea de la buena. Las personas empezaron a irse a los vagones contiguos y yo a quedarme solo. “En estos momentos debería aparecer la policía o el personal de seguridad, coño” pensé con enfado. Solté al loco que tenía cogido del cuello cuando tenía casi encima a los otros tres. Me rodearon. Yo me giraba rápidamente de un lado a otro para observar los movimientos, para prever quién me lanzaría el primer golpe. La gente observaba aterrada desde el cristal de los vagones contiguos. “Vaya ayuda que te presta la gente” pensé. “Malditos cobardes”
En un momento dado y por sorpresa empezaron a recitar a coro las extrañas palabras que había oído antes. Debía ser como un rito de iniciación o algo así. Unas palabras mágicas o satánicas que les hacían entrar en trance. “Malditos locos”, pensé.
Por momentos aumentaba mi miedo y desesperación, sin saber qué hacer. Creí mearme encima. Me arrodillé tapándome la cabeza con los brazos y me puse a llorar. Ellos seguían a lo suyo, recitando aquellas incomprensibles palabras malsonantes. Cerraron los ojos sobre la marcha, aumentando el volumen de sus voces. Cuando acabaron se quedaron mudos. Silenciosos y con los ojos cerrados, como dormidos. Yo seguía aterrado sin saber qué hacer. En algún momento dije, sin darme cuenta, sin pensarlo:
-Meryra Pepy…Merenra Antyemsaf…Neferkara Pepy…Kakara Ibi…Neferkara Pepy…Neit…Iput…Udyebten…Saqqara – recité con voz profunda.
Los clones abrieron los ojos de repente, de manera sincronizada. Al contacto de sus miradas cayeron fulminados como por un rayo y se pulverizaron al instante, dejando en su lugar una pequeña montaña de cenizas grises. Cuatro pequeños montículos de ceniza, era todo lo que quedaba de ellos. Yo abrí los ojos lentamente y me quedé sorprendido, alucinado. No sabía qué había pasado. Había sido como un mal sueño.
La gente que estaba en los vagones contiguos se quedaron atónitos, nadie decía nada. Algunas personas se tapaban la boca con las manos, asombradas.
Me levanté torpemente. El tren se aproximó a la siguiente estación y allí me bajé. Salí corriendo, escapando de aquella pesadilla…
“El sex-shop”
Andaba perdido por la calle, sin rumbo fijo. Tenía un par de horas antes de volver al trabajo y decidí dar un paseo. El día era soleado y corría un ligero aire fresco muy agradable. El típico día para meditar o pensar en uno mismo mientras se pasea.
En una de las calles se encontraba un puesto de libros, todos rebajados. Me acerqué a echar un vistazo. La típica literatura de bolsillo, lectura de ocio y poco interesante.
Continué mi camino y me dirigí a la fuente que había al final de la calle. Un pequeño puesto de perritos calientes y limonada, y una hermosa fuente de chorros con una figura de mármol en el centro, eran lo más llamativo. Compré un perrito con mostaza y una bebida, y me senté en el borde de la fuente, al fresco del agua. Algunas gotas me daban en la cara, cuando el aire corría a mi favor. Comencé a comer.
Una rubia preciosa pasó delante de mi y por un instante dejé de masticar. Viendo esos cuerpos uno se ponía malo en esta época del año. Un perro ladró cerca de mi y continué comiendo. Tenía hambre y estaba algo cansado de la jornada de trabajo de la mañana.
Un avión sobrevoló por encima de nosotros y un niño pequeño correteaba delante mía, jugando con su madre. Había vida por todas partes, y eso me alegraba. “Ser optimista es lo mejor, lo más constructivo” pensé. Me hacía feliz ver a la gente disfrutar de la vida.
Una paloma se posó a mi lado, con cara de querer darle un picotazo a mi perrito caliente. Partí un trocito pequeño y se lo puse cerca, para que pudiera verlo. Tardó menos de un segundo en comerlo, mientras me observaba detenidamente. “Quiero más”, parecía decirme. Le di otra pequeña porción y el resto me lo tome de un solo bocado, rematado con el refresco, que también se terminó.
-Ya no hay más, pequeña ave – le dije a media voz, como si pudiera entenderme.
Una de las cosas que siempre hacemos y es ridícula es hablar a los animales. Es obvio que no entienden lo que decimos, pero lo hacemos de manera instintiva, con afán de comunicarnos. Pero así somos.
Tiré el envoltorio en una papelera cercana y continué mi paseo. Ahora subía por una calle perpendicular a la anterior, llena de bares y restaurantes con mesas en la acera. Los turistas se quedaban adormilados tomando el sol mientras se bebían unas hermosas jarras de cerveza. Pasé de largo y llegué a otra plaza.
Mirando a mi alrededor me llamó la atención un cartel rojo con letras negras que había en una pequeña calle aledaña a la plaza, justo encima de una puerta negra con dos floreros artificiales a los lados. Decía “sex-shop”. Vaya, la verdad es que nunca había entrado en un sitio de esos. Miré el reloj y todavía me quedaba una hora para volver al trabajo. Decidí entrar y ver qué vendían allí, qué le ofrecían al cliente.
Me paré a la entrada y volví a leer el letrero. Acto seguido abrí la puerta, que era pesada, y traspasé el umbral. Estaba en penumbra y al fondo se veía más luz. Fui lentamente, observando lo que se me ofrecía por el camino.
En un estante acristalado y bajo llave había toda una exposición de artilugios para mujeres. Consoladores y vibradores de todo tipo de colores, formas y tamaños. Los precios eran altos y me sorprendió que costaran tanto. “Con lo bien que se apaña uno con los dedos y la mano” pensé.
Seguí mi recorrido y ahora tenía frente a mi todo un stand lleno de películas. Un hermoso cartel en la zona superior decía claramente: hetero – bisex. Vaya, las películas están catalogadas como en el cine convencional, ordenadas por materia. Eso estaba bien. Me pareció muy profesional. Eché un vistazo por encima y los títulos me causaron gracia: “Perras en celo, parte 5”, “Las maduras las prefieren duras”, “Papá se porta mal con mi tía”, “Ladronas de semen, parte 23”. “Todo un repertorio de proposiciones indecentes”, pensé.
-Buenas, amigo, ¿desea algo en especial? – me dijo el empleado, sacándome de mis observaciones.
-Hola…esto…pues no, gracias, solo estaba echando un vistazo por encima, nada más – dije algo avergonzado.
La primera vez que entras en un sitio como este siempre se tiene cierta sensación de hacer algo prohibido. Es una sensación que con el tiempo desaparece. El hombre se acostumbra a cualquier cosa.
Me llamó la atención una de las películas y alargué el brazo para coger la carcasa. El título era “Mujeres ardientes, parte 7”. Las fotos de la contraportada eran impresionantes. El empleado me miraba de reojo, y yo miraba disimuladamente las fotos. “Espero que no crea que soy un mirón pervertido, o algo así”, pensé. La situación me resultaba embarazosa. Fui a dejar la película en su sitio con tal mala suerte que se cayeron todas las demás al suelo. Un estrépito de plástico duro golpeando el suelo llamó la atención del empleado. Un par de señores que andaban por allí también miraron hacia mi. “Tierra trágame” pensé de inmediato.
-Lo siento, ha sido sin querer… – dije – ahora mismo lo recojo – rematé haciendo un ademán con la mano izquierda.
El empleado me miró de mala manera por un instante y volvió a sus cosas. Comencé a ponerlas en su sitio, pero no sabía como ordenarlas. Vaya bochorno, qué situación.
Cuando las dejé como pude, medio recolocadas, seguí echando un vistazo y acabé en el apartado de revistas eróticas de Playboy. “Vaya, esto era un poco más fino, no tan explícito”, pensé. Los precios también eran elevados y comencé a ojear al azar, para ver si pillaba algo interesante. ¡Vaya cuerpos, madre mía!, aquello era de ensueño. ¿Dónde estaban estas chicas, por dónde andaban? Nunca las había visto en carne y hueso.
Me empezó a entrar un sentimiento de ligera frustración dándome cuenta de que mi vida sexual hasta día de hoy había sido mala, por no decir nula. Ver esas cosas le ponía a uno malo.
Cogí una de las revistas en mis manos y comencé a ojearla de atrás hacia delante, saltándome hojas. Me quedé absorto por un instante.
En un momento dado alcé la vista y vi claramente, con asombro, que allí estaba mi jefe. ¡Mi jefe en un sex-shop, como yo!. No estaría nada bien que me viera aquí, ¿qué me preguntaría? ¿qué imagen tendría de mi?. ¡Joder!, para una vez que se me ocurre entrar a un sitio como este tengo que encontrarme con él. Dejé la revista en su sitio sin perderlo de vista y me agaché tras el stand. Comencé a andar encorvado hacia el otro extremo de la tienda. “Cabinas” vi claramente delante de mi ¿Y esto qué era? Sin pensarlo dos veces me metí en uno de los cuartos, en penumbra, y cerré la puerta.
Respiré con cierto alivio y decidí no salir en un buen rato.
Una luz roja se encendió y empecé a escuchar una voz femenina que decía: “próximo numero de strieptease con la señorita Lucía, de 23 años, pelirroja”. Vi a mi derecha una ranura con una flecha encima, también roja, que rezaba: 1 minuto – 1 euro. Rebusqué en uno de mis bolsillos e introduje la moneda. Automáticamente una puertecilla se abrió de manera brusca delante mía, y pude ver a una hermosa muchacha tumbada en una cama redonda, que giraba lentamente. “Esta chica debe ser Lucía”, pensé. Observé.
El espectáculo era excitante, la verdad, pero no me gustaba nada ver que otras personas también estaban mirándola como yo. Pensé por un instante qué sería de la vida de esas chicas si hubieran tenido estudios. Quizá estuvieran ahora trabajando en alguna empresa importante o algo así. Se me antojó marginal aquel trabajo.
Acabado el minuto se cerró la puertecilla sin contemplaciones y volví a quedarme en penumbra. Corrí el pestillo de la puerta y salí, con algo de calor, de aquel cuarto enano.
Disimuladamente eché un vistazo a la entrada de la tienda intentado ver si mi jefe andaba por allí. Nada, no estaba a mi vista. Me tranquilicé un poco. Quizá ya se habría ido a la oficina. ¿qué compraría aquí? ¿algún artilugio de esos para su mujer?. En fin.
Yo solo quería salir de allí y volver al aire fresco de la calle. Una mano me golpeó en el hombro.
-Hombre, pero si es mi empleado, pero ¿qué haces por aquí?
Era mi jefe. Se me puso la cara roja de vergüenza y por un instante me quedé con la mente en blanco.
-Hola jefe…pues…nada, dando una vuelta por aquí, ya ve, jeje… – respondí con voz tenue.
-¡Jajaja! Ya, me imagino…– respondió con burla – yo he venido a por una película, para verla con mi mujer, en casa. A ella le encanta hacer el amor viendo estas cosas, ¡jajaja! – remató dándome un golpecito de complicidad en el estómago.
-Pues si, hace bien – respondí tontamente sin pensar. Volvió a reír.
-Bueno, me marcho, te veo en la oficina, ¡ciao! – y se fue directo a la salida, a paso ligero, controlando la situación.
Vaya vergüenza había pasado, pero el jefe pareció natural y sin complejos. Al fin y al cabo el también estaba allí. No tenía nada que reprocharme, ciertamente. Me tranquilicé un poco y volví a husmear un poco más. Me quedaban 35 minutos antes de volver al trabajo. “Sala exposición de sadomasoquismo” leí enfrente mía. Crucé la puerta.
Varios maniquíes estaban posando en diferentes posturas. Todos ellos vestían unos trajes de cuero negro, con gafas de sol y gorros también negros. En unas de las manos tenían unas fustas largas y llenas de bolas. Qué llamativo era todo aquello.
Lo más curioso es que no había nadie en esa sala. “Quizá fuera algo reservado o del gusto de gente muy especial”, pensé. Di una vuelta, lentamente, fijándome en los artilugios que vestían. La iluminación era tenue y en diversos colores. El ambiente olía a cuero y a plástico. Alguien que salió de la nada me pregunto sin presentarse:
-¿Amo o esclavo?
-Perdone, ¿cómo dice? – respondí confuso.
-Si, que si amo o esclavo, ¿qué prefiere? – volvió a preguntarme.
Era un tipo corpulento, con camisa roja ajustada y pantalones negros de cuero liso, con botas de neonazi. “Vaya unas pintas”, pensé.
-Pues no lo sé, la verdad. Solo estoy echando un vistazo. – respondí
Se me quedó mirando seriamente, a los ojos, sin decir nada. Aquello me sorprendió. Quizá había dicho algo que le molestara. No sabia que decir.
-¿Qué le parece ese traje ajustado de allí, el negro con chapas en la solapa? – me dijo mientras señalaba con un enorme mano a un maniquí que estaba al otro extremo de la sala.
-Interesante – respondí con un hilo de voz.
Al girarme para ver aquel maniquí sentí un fuerte golpe en mi hombro derecho que me hizo perder el sentido, desplomándome al suelo…
Cuando recobré el conocimiento estaba atado a un potro, a cuatro patas, en una habitación iluminada con luces rojas. Había personas con máscaras de cuero y atadas con cadenas a sillas de madera. Una puerta metálica al fondo cerraba la escena.
El tipo que me había atendido hacía un instante estaba allí, de pié, en frente mía.
-¿Amo o esclavo? – me volvió a preguntar antes de romper a reír con fuerza.
Las demás personas también reían. Aquello parecía una convención de locos.
-Debo marcharme, sino llegaré tarde al trabajo – dije.
Volvieron a reír.
-Tu de aquí no te marchas, imbécil – respondió entre dientes el grandullón.
-Suélteme o llamo a la policía – dije con voz temblorosa.
Volvieron a reír, esta vez más fuerte. Parecía un presentador de televisión haciendo gracia al público.
-Vas a probar algo que nunca te has imaginado…- dijo lentamente, mascando cada palabra.
-Quiero irme, señor, ¡déjeme en paz! ¡desáteme! – imploré.
Volvieron a reír de nuevo, a coro, casi chillando.
El tipo de las botas militares me colocó una bola en la boca y la sujetó con unos cueros a mi cabeza. Me bajó los pantalones con violencia y acarició mis glúteos con las manos, antes de darme un fuerte cachetazo, lo que hizo las delicias de los asistentes, que volvieron a reír. Vi cómo se acercaba a un pequeño armario acristalado, y sacaba de el un látigo, un enorme látigo negro terminado en puntas metálicas. Empecé a temblar de miedo.
-Vamos a ver cuanto eres capaz de aguantar. Espero que seas amigo del dolor – dijo tranquilamente, mientras miraba absorto las puntas del látigo.
Empecé a llorar y los demás rieron de nuevo. Era obvio que estaban disfrutando de mi desesperación.
Una lluvia de latigazos comenzó a golpearme la espalda y los glúteos. Comencé a gritar, aunque la bola que tenía en la boca ensordecía mis alaridos. El dolor era insoportable y al poco tiempo me desmayé.
Recuperé el conocimiento y empecé a sentir una dureza dentro de mí y un fuerte dolor en el trasero. El grandullón me gemía en el cogote, soltándome el aliento, sujetándose en mis hombros. Horrorizado entendí que me estaba sodomizando, y los demás gemían también. “Dios, vaya pandilla de pervertidos”, pensé por un instante. No podía moverme. Me había atado bien a aquel potro de tortura. No tenía escapatoria. Chillé.
No sabía realmente cuanto tiempo había pasado.
-Te gusta ¿verdad?, di que te gusta, cabronazo ¡dilo! – me masculló al oído el grandullón.
Volví a chillar y los otros seguían gimiendo de placer.
-¡Aaah…me voy a correr…! – pude oírle decir. Y todo acabó.
Salió de mi y se subió los pantalones. Se enjugó el sudor de la frente con las dos manos y respiró con profundidad. Era obvio que había disfrutado mucho, el muy cerdo.
En un momento dado la puerta se abrió y apareció un señor bien vestido, con gafas de sol y un reloj de oro que saltaba a la vista. Tenía un traje blanco y una corbata gris oscura muy elegantes. Su pelo era negro, con coleta.
-Bueno, chicos, la fiesta ha terminado – dijo secamente.
-Si señor – dijo el grandullón en clara actitud de obediencia.
El caballero elegante sacó una pistola de la trasera de su pantalón y se acercó a mí. Sin mediar palabra, sin dudarlo un instante, me apunto a la sien derecha y disparó.
Todo se volvió rojo y después nada.
Rompieron a reír, el grandullón, su jefe y los demás asistentes, saliendo tranquilamente de la habitación, mientras los demás observaban mi cadáver.
“El Hospital”
Iba andando, camino al Hospital para ver a un buen amigo que había tenido un aparatoso accidente de moto. Ocurrió unos días atrás. Él circulaba por el carril correcto y un conejo se le cruzó por el camino, y para no matarlo giró bruscamente y se estampó contra un cartel publicitario. Gracias a Dios iba a una velocidad moderada. Si hubiera pasado en la autopista no lo habría contado.
Le llevaba un ramo de flores y un libro, como detalle, para animar mi visita. El libro era la típica lectura ligera, para no pensar mucho y pasar el rato. Las flores eran para decorar y dar un poco de color a la aburrida habitación.
Llegué al mostrador de información, en el hospital, y pregunté por la habitación donde estaba mi amigo. La 205. Segunda planta. Aquel Hospital era la típica mole de ocho plantas, con mil pasillos y habitaciones, y demás dependencias. Un olor aséptico lo invadía todo. Hermosas enfermeras pululaban por todas partes, siguiendo a doctores solicitados que no paraban de entrar y salir de las habitaciones.
En la sala de espera había bastante gente, sobre todo familias con niños. “Mal sitio para esperar”, pensé. Cuando uno viene a un sitio como este no es para nada bueno.
Después de dar las gracias por la información a la señorita que me atendió fui directo al ascensor. Apreté el botón y esperé un instante, tras el cual se abrió una metalizada puerta con un sonido de campanillas. Subí.
Habitación 205. Al fondo a la izquierda. “Vaya, más lejos imposible”, pensé. Una señora andaba con muletas en el pasillo y unos niños entraban y salían de una de las habitaciones, jugueteando. Saludé a la señora dando los buenos días y me dirigí a la habitación 205.
Di unos ligeros golpecitos con los nudillos en la puerta. Quizá estuviera durmiendo o siendo asistido por alguna enfermera. Lo peor que puedes hacer en estas ocasiones es ser inoportuno. Esperé.
La puerta se abrió ligeramente y una señorita de mi edad me saludó. Era su hermana Lorena. Lorena siempre me había gustado, pero ella siempre tuvo mejores pretendientes que yo. Así era la vida de ingrata a veces.
-Buenas Lorena ¿se puede? – dije con suavidad.
-Hola, vaya, que bueno verte por aquí. Si, pasa, mi hermano esta despierto – me contestó con un hilo de voz.
-Estupendo – respondí escuetamente.
Crucé el umbral de la puerta y fui directo a la cama. Allí yacía mi amigo, todavía con la pierna derecha escayolada en lo alto y la cabeza vendada. En uno de los brazos se veían claramente unos moratones negruzcos. “El golpe debió ser fuerte”, pensé.
-¡Hey, colega! ¿cómo está mi mejor amigo este día? ¿a punto de volver a las andadas? ¡Jeje! – dije con ganas de animar.
-Vaya, mira quién está aquí, jaja! – respondió con sincera alegría. Hizo amago de moverse para saludarme.
-¡Tu quieto ahí, no te muevas, que todavía te estás recuperando! – contesté con cómica preocupación.
-Tío, esto es un aburrimiento. No puedo hacer nada, solo comer sopas y ver la televisión. ¡Quiero salir de aquí! – comentó.
-Me lo imagino, compañero, pero tienes que recuperarte bien del todo – reflexioné arqueando las cejas en señal de que aquello era inevitable – Toma, esto es para ti – dije acercándole los dos regalos – el libro está bien, entretiene, y las flores para que des un toque de color a tus aposentos, ¡jeje!
-Gracias, tío, te lo agradezco – me dijo mientras nos dábamos la mano.
Aquella habitación era la típica de hospital público. Cortinas de una sola pieza, sofás en los rincones, cama abatible y el suero a uno de los lados de la cama, junto a una máquina de respiración asistida. El olor era el mismo que en todas partes, a limpio y a desinfectado.
Mientras mi amigo ojeaba el libro que le había traído con cara de interesado se oyeron unas voces en el pasillo. Me sobresalté y fui a la puerta para ver qué pasaba:
-Voy a ver qué ocurre – les dije a Lorena y a mi amigo.
Nada más salir al pasillo vi un grupo de personas arremolinada en torno al ascensor. Movían las manos con rapidez y dos de ellos parecían discutir. Me acerqué a paso ligero para ver qué pasaba. Pregunté.
-Hola amigos ¿qué sucede? – exclamé.
-Buenas, pues pasa que hay personas que dicen que hay problemas en la sala de residuos del Hospital. Por lo visto ha desaparecido un bidón lleno de inmundicia de las operaciones y un empleado está herido. No quieren llamar a la policía hasta que todo se aclare, pero esperemos que no sea un psicópata o algo así, que ande suelto por los pasillos. No sería la primera vez que ocurre… - me contestó una señora de avanzada edad, morena, con mucho pintalabios.
-Pues vaya… - dije, sin comprender bien la situación.
El grupo siguió debatiendo mientras yo volví a la habitación. Entré.
-Parece que hay algo de lío en la sala de residuos, supongo que no será nada. Por lo visto un trabajador esta herido. Supongo que habrá sido un pequeño accidente – comenté sin mucho convencimiento.
-Vaya, pues esperemos que no sea nada – contestó Lorena.
-Pues si… - respondió también mi amigo.
-Voy un momento al baño – dije tras un leve instante. Y salí otra vez al pasillo.
Bajé corriendo al mostrador de información para preguntar qué estaba pasando y no me querían decir nada. Aquello empezaba a ser un poco raro. Miré el cartel informativo de las plantas del Hospital y la zona de residuos, desechos e incineradora estaba en el subsótano. Planta -2. Lógico.
Fui directo a las escaleras y bajé a paso ligero, agarrándome de la barandilla, saltando de dos en dos los escalones. Al poco tiempo llegué a una puerta con un cristal redondeado que decía claramente “Subsótano planta menos dos, solo personal autorizado”. Miré por el grueso cristal en ambas direcciones y no había nadie. Empujé la puerta con fuerza y cedió, chirriando un poco. Cerré la puerta tras de mi con cuidado de no hacer ruido o llamar la atención y comencé a andar por el pasillo. El silencio era total.
Vi un letrero con letras en negro y una flecha que rezaba “Incineradora”. Iba por el camino correcto. Miré el reloj. Las 17.45h. Llegué a la puerta y un letrero con una calavera decía claramente no pasar. Intenté abrirla pero no podía, estaba bien cerrada.
-Usted, oiga ¿qué hace aquí? – oí a mis espaldas.
Me volví rápidamente, con la sensación de haber sido pillado haciendo algo malo, como los niños en el colegio.
-Perdone usted, se que no debería estar aquí, solo quería saber que estaba pasando. En la segunda planta dicen que hay problemas en la zona de residuos y un empleado está herido. Simple curiosidad – dije, algo nervioso.
-¿Sabe usted que puedo detenerle y entregarle a la policía? – me contestó con el ceño fruncido un señor que claramente era guardia de seguridad del Hospital.
-Lo se, señor, perdóneme, me marcharé enseguida – dije con voz en tono de obediencia.
Al acabar de decir esto algo salió de la esquina del pasillo. Con movimientos espasmódicos y torpes, una inmensa mole de diversos colores y lleno de protuberancias comenzó a reptar hacia nosotros. Señalé aquella cosa que quedaba a espaldas del agente.
-¡Dios mío!…y eso ¿qué es? – dije con voz entrecortada y ojos como platos.
El guardia se volvió con rapidez y se quedó mirando a aquella cosa sin decir nada. Nos quedamos parados sin saber qué hacer. Esa mole inmensa de pegotes deformes se nos venia encima a paso ligero. Dejaba un rastro de babas a su paso y emitía un gruñido ronco a modo de eructo muy curioso. Tenía dos rendijas oscuras a modo de ojos y su olor era insoportable, pestilente, un hedor a carne podrida horroroso.
En un momento dado el guardia de seguridad me cogió de la solapa de la camisa y me empujo hacia delante, en clara invitación a correr lo más que pudiéramos por el pasillo. Pude ver cómo quitaba el seguro de su pistola. Aquello se estaba poniendo interesante.
Y Lorena y su hermano creyendo que estaba en el baño…
Llegamos a un cuarto de pequeñas dimensiones con un cartel que decía “almacén”. Sacó un racimo de llaves y buscó la correcta. Abrió la puerta con cierto temblor y nos metimos allí. Oscuridad y silencio.
-Voy a intentar llamar a la central – me dijo.
Tras varios intentos fallidos me comentó:
-¡Maldita sea!, no tenemos cobertura… - respondió con enfado – nos quedaremos aquí, en silencio. Tengo un arma, que si es necesario utilizaré – remató.
Callamos.
Poco a poco empezamos a escuchar el ruido ronco de aquel monstruo, acercándose. Pero aquello ¿qué era? Se me antojó que podía ser una especie de engendro hecho de residuos de este Hospital. Pero ¿vivo? Quizá desecharon algo que todavía estaba latente y recobró vida, resucitando, en ese amasijo de residuos y enfermedad.
Repugnante y peligroso.
Ya estaba a nuestra altura, al lado de la puerta. Se paró y calló por un instante. El guarda y yo ni respirábamos. “Como suene la alarma del reloj me muero” pensé por un instante. Y prosiguió su paseo, pasando de largo. Nos quedamos quietos un tiempo, por seguridad, hasta que el guardia me dijo:
-Creo que ya podemos salir. Debo subir a la primera planta y llamar a la policía. Esto es más serio de lo que creíamos… – respondió.
“O sea, que algo sabían” pensé, pero no hice comentarios. Asentí con la cabeza y salimos del cuarto. Despejado, pero el olor que había dejado aquella cosa era vomitivo. Nos tapamos la boca y la nariz con nuestras camisas y comenzamos a andar en sentido contrario. El charco de babas era espantoso, ensuciándolo todo. Algún que otro trozo de masa carnosa se había quedado por el camino.
-¡Qué asco! – exclamé, pero el guardia no hizo comentarios.
Estábamos llegando a la puerta de salida de esta planta cuando de repente, y sin preverlo, aquella cosa salió de repente y atacó a mi compañero. Le cogió de un brazo.
-¡Dios!, suéltame cabrón, suelta mi brazo…¡ayúdame! – exclamaba horrorizado.
Instintivamente cogí su pistola y tembloroso descerrejé un tiro en la cabezota de aquella cosa. Un líquido negruzco salpicó mi cara y me entró en los ojos.
-¡Aaah! ¡Qué asco, Dios! – grité llevándome las manos a la cara, soltando la pistola que cayó al suelo, con el riesgo de dispararse sola por el golpe.
El guarda peleaba con la mano que le quedaba libre, dándole puñetazos. Gritaba de miedo y de dolor. Yo me limpié como pude los ojos y comencé a buscar la pistola por el suelo. El olor nauseabundo lo envolvía todo. La encontré.
-¡Te vas a enterar, hijo de puta, engendro del Diablo! – exclamé con energía.
Volví a disparar con más seguridad, esta vez cuatro tiros seguidos, dando de lleno en sus ojos y su cara. Pero parecía no sentir nada, solo tenía interés en comerle el brazo al guardia del Hospital. Por un instante pensé que debía comer carne humana para poder sobrevivir, ya que estaba hecho de residuos de hospital, de pacientes humanos. No sabía que hacer.
Salí corriendo de allí para pedir ayuda. El guardia me imploraba no dejarle solo, pero tenía que pedir refuerzos, solo no iba a conseguir nada. Del ansia por salir lo antes posible de allí me tropecé y me di un fuerte golpe en la cabeza, con uno de los escalones de mármol. Comenzó a brotar sangre de mi cabeza y sentí un pinchazo en una de las manos. Creí haberme roto una muñeca y cerré los ojos por el dolor. “Lo que me faltaba, herirme en estos momentos” pensé con desesperación.
El agente seguía dándole puñetazos a aquella cosa amorfa, mientras uno de sus brazos estaba desaparecido dentro de la boca de la mole de residuos. Me desmayé por un instante.
Al recobrar el conocimiento vi claramente como tenia medio cuerpo del guardia en su boca. Yacía inerte, como un pelele, y era claro que había muerto desangrado o asfixiado. El gruñón apestoso se deleitaba comiendo carne humana, soltando babas. “Te odio, hijo de puta” pensé.
Me apoyé en la mano que todavía tenía sana y me incorporé como pude. Me puse en pie y miré a mí alrededor. Un extintor. “Voy a dejarte ciego, ocupa de hospitales”, pensé.
Cogí el extintor y apunté directo a su cara. Una ráfaga de espuma blanca impactó de lleno en aquella cosa. Comenzó a gruñir con más fuerza y a mover la cabeza de un lado para otro, en claro síntoma de dolor. Parecía asfixiarse. Tosía ruidosamente. Soltó el cuerpo de mi compañero, que cayó al suelo partido por la mitad, en una pasta sanguinolenta.
Me acerqué más todavía y le metí la embocadura del extintor por aquella boca apestosa, dando un golpe con el puño para que quedara bien fija, dentro de aquella ranura. Esto le dolió todavía más. “Bien”, pensé “estoy ganando la pelea”.
Comenzó a hincharse y a moverse con mayor virulencia. Estaba claro que le estaba jodiendo pero bien. “Esto por matar a un guardia de seguridad, monstruo del demonio”, pensé con alegría justiciera. Y aquella cosa explotó.
Todo había acabado. Aquella mole de residuos se desintegró en mil pedazos, manchándolo todo. Yo estaba con la ropa empapada y olía peor que antes. Me limpié la cara con las manos y resoplé. Vaya aventura más increíble me había tocado vivir. Voy a hacer una visita a un amigo hospitalizado, y termino luchando con monstruos carnívoros en los sótanos del propio Hospital. “Bueno, ahora tengo que salir de aquí y contarlo todo” me dije.
Eché un último vistazo a la escena del crimen y me dirigí escaleras arriba. Subía con lentitud, tomando aliento y apoyándome en la barandilla. Todo lo que había ocurrido se me pasaba por la mente sin parar, como una película repetida mil veces. Buscaba explicación a todo aquello. Estaba cansado.
-¡No se mueva de ahí, alto! – oí enfrente mía.
Pero antes de poder responder una bala me dejó en el sitio. Un policía había disparado antes de preguntar, nervioso. Yo era uno de los buenos, pero ya era tarde para decírselo.
“El espacio-tiempo”
Acababa de tomarme una suculenta comida en un restaurante de mi ciudad. Un menú a base de pasta, verduras, carne asada y postre de chocolate. Una gozada.
Mientras comía estuve viendo en la televisión del restaurante uno de esos programas que consistía en buscar pareja. La verdad que me resultaba cómico cómo chicos y chicas con cuerpos de modelo se molestaban en ir a un programa de televisión a lucir sus trajes y a llorar por el supuesto amor que le profesaban a uno de ellos. Programas de poco interés que me ayudaba a no pensar en casi nada, a vegetar intelectualmente.
Pedí la cuenta y pagué. La relación calidad-precio era francamente buena. Dejé algo de propina y empecé a hurgarme los dientes con un palillo. Digerir los restos de comida que se me quedaban entre los dientes después de comer era uno de mis pequeños placeres. Me resultaba entretenido y placentero.
Durante unos minutos estuve viendo la televisión y decidí ir al baño. Dejé la servilleta encima de la mesa, me limpié las manos de migas y apuré el vaso de vino, que por cierto, estaba muy rico.
Fui al pasillo donde estaban los baños y el almacén del restaurante. El dibujo enmarcado de un señor con bigotes y bastón me dejó bien claro que era el baño de caballeros. Con un leve empujón entré y encendí la luz. El típico baño de restaurante donde el jabón de mano está desparramado sobre el lavabo y donde escasea el papel higiénico. Siempre hay alguien que lo gasta sin pensar en los demás.
Mientras me aseaba las manos empecé a pensar en lo que me quedaba por hacer el resto del día. Compra, gimnasio y quizá quedar con unos compañeros del trabajo, además de llamar a mi madre, por su cumpleaños.
En un momento dado pude ver por el rabillo del ojo cómo la puerta del retrete se movía.
Era casi imperceptible, pero hacía un movimiento vibrante y llamativo. Mientras me frotaba las manos giré la cabeza y forcé la mirada, para ver claramente que no era una imaginación mía. Efectivamente se movía.
-¿Hola? ¿hay alguien dentro del retrete? ¿necesita algo? – pregunté.
Nadie contestó y yo seguí enjabonándome las manos. Aquello era extraño. Si nadie estaba dentro, la pregunta era por qué se movía la puerta. Me aclaré y sequé las manos con la toalla y me quedé fijamente mirando a la puerta. El pomo se movía ligeramente, haciendo un tintineo tenue de tornillo mal apretado.
-¿Hay alguien dentro? ¿puedo ayudarle? – volví a preguntar sin obtener respuesta.
Palpé la puerta con las palmas de mis manos, con delicadeza. Vibraba con insistencia. Acerqué mi oreja derecha a la puerta e intenté escuchar algo de lo que ocurría al otro lado, pero solo escuché el zumbido de antes, amplificado. Di unos golpes con los nudillos.
-No sé qué ocurre ahí dentro, pero si necesita ayuda aquí estoy…¿hola? – dije.
Silencio y más zumbido. La puerta no paraba de vibrar.
Cogí con decisión el pomo y lo giré bruscamente, para abrir la puerta. Entré. Estaba oscuro y la puerta se cerró, a la vez que buscaba el interruptor. Accioné la llave de la luz y la sorpresa que me llevé fue monumental. Al otro lado del retrete no estaba el retrete, sino un salón de juego. Aquello ¿de dónde había salido?
Una muchedumbre de gente fumadora gritaba y se daba palmadas en la espalda, entorno a una ruleta. Un tipo tocaba el piano en una de las esquinas y unas señoritas con falda corta y liguero servían bebidas a los asistentes que estaban sentados en hermosas mesas de madera policromada. Aquello me fascinó y por un instante me quedé quieto, sin poder reaccionar.
Miré para atrás y la puerta seguía ahí, pero era a su vez la puerta de entrada al retrete y la puerta de salida de aquel local. Intenté abrirla, pero no cedía, estaba bien cerrada.
Di unos pasos adelante y empecé a observar lo que se me ofrecía a los ojos.
Me acerqué a la ruleta. Las personas que estaban alrededor dejaban fichas de colores sobre un tapete verde y los billetes pasaban de unas manos a otras a gran velocidad. Una algarabía tremenda lo envolvía todo. Humo y risas, música alegre y bellas señoritas.
Observé en un momento dado que había un calendario detrás de la barra de aquel local. No podía verlo con claridad, por la distancia y por el espeso humo que lo envolvía todo.
Comencé a andar en esa dirección y a mitad de camino una bella señorita me cruzó la palabra.
-Hola guapo ¿quieres tomar algo? – dijo de manera cariñosa - ¿de qué vas vestido? – me preguntó.
-No quiero nada, gracias – respondí - esto…es mi traje de entresemana, ya sabes, para ir al trabajo… – respondí.
La chica pareció no comprender bien lo que decía, me echó una mirada completa de arriba abajo y siguió su camino. Por fin pude ver claramente qué marcaba el calendario:
4 de octubre de 1813. No me lo podía creer. Estaba en el siglo XIX.
Las personan asistentes parecían no percatarse de mi presencia. Decidí intentar salir de allí por la misma puerta que me había llevado a aquel lugar.
Forcé el pomo de la puerta y cedió. La abrí bruscamente y pasé al otro lado…
Una plaza rodeada de una altísima construcción de piedra. Una campana comenzó a sonar en lo alto y un tronar de cascos de caballo se oía cada vez con mayor intensidad. Divisé un tonel enorme de madera y corrí hasta el para esconderme. No sabía dónde estaba, pero aquello parecía una fortaleza o algo por el estilo.
Al poco tiempo apareció un grupo de personas, vestidas con casco y trajes de malla metálicos. Una gran cruz roja se podía ver en la parte frontal de sus trajes. Los caballos también llevaban unas corazas metálicas. Empecé a sospechar que aquello era la Edad Media, pero no sabía qué siglo.
Un señor de avanzada edad apareció en escena. Tenía el pelo blanco y una espada en la mano derecha. Se dirigió a uno de los caballeros y le saludó dándole la mano, mientras el caballero se ponía de rodillas. Un pájaro sobrevoló el cielo y yo seguía mirando todo aquello, sin atreverme a salir. Recordé un libro sobre la Edad Media que había leído en mi época juvenil, sobre los Cruzados. Eso debían ser, cruzados, cruzados que me iban a cruzar la cara si me pillaban escondido con pintas raras de hombre del siglo XXI detrás de este tonel. Vaya situación. Imaginarme ser atrapado por aquellos hombres hizo que se me pusieran los pelos de punta.
En un momento dado los caballeros marcharon por donde habían entrado y el señor mayor de pelo blanco desapareció. Todo quedó en silencio.
Salí corriendo de detrás del tonel y volví a cruzar la puerta, forzando otra vez el pomo, no sin dificultad, pero antes de cruzar la puerta pude ver claramente en una lápida de la pared una inscripción que rezaba: anno domini 1252. Siglo XIII.
Yo quería volver a mi época, a mi retrete, a mi restaurante de siempre. Aquello era de locos. Deambulando por el tiempo, a la deriva, sin saber qué sería lo próximo.
Tras la puerta muchas puertas. Un salón inmenso y unas cortinas abrumadoramente grandes y bonitas, llenas de florituras. Una mesa larguísima llena de candelabros ocupaba el centro y varios cuadros de grandes dimensiones vestían las paredes de aquel lugar. En las esquinas unos floreros preciosos, con grabados en miniatura. Un señor trajeado entró en los aposentos y yo volví a esconderme, tras una cortina.
Toda una comitiva entró en aquella sala tras abrirse una puerta enorme que había en uno de los extremos. Señoras y caballeros con peluca blanca y andares cadenciosos comenzaron a entrar, mientras reían y se hablaban al oído. Deduje enseguida que eran personas de buena cuna, aristócratas. Tomaron asiento en la enorme mesa y un grupo de músicos empezaron a tocar algo que me sonaba, que podía reconocer. Era Vivaldi, y más concretamente, la Primavera. Qué hermosa imagen toda aquella gente elegante sentada y sonando aquella música tan bella, en aquel salón tan bien decorado.
El salón de mi casa, allá en el siglo XXI, era muy pequeño, y aquello me abrumaba y afianzaba mi condición de pobre. Quise irme de allí lo antes posible.
La puerta cedió para abrirse otra vez y volvió a escupirme a otro lugar desconocido…
Desierto. Un lugar árido y deshabitado. Unas pequeñas casas bajas se me presentaban ante mis ojos. Mucho polvo y calor. Puse mi mano derecha a modo de visera para evitar cegarme por lo rayos del sol y eché un vistazo general. Comencé a andar en dirección a aquellas casas.
Un rebaño de cabras y un señor con un largo bastón se acercaban por el otro extremo. ¿Dónde estoy? o mejor dicho ¿cuándo estoy?
Fijándome bien, allá en la lejanía pude ver unas construcciones enormes, terminadas en punta. Vaya, aquello eran pirámides, si no me equivocaba. Una muchacha de tez oscura se me acerco corriendo por detrás y comenzó a hablarme en un idioma extraño para mi. Parecía decirme algo relacionado con una de las casas de la localidad, porque me señalaba insistentemente con el dedo una de ellas, y ponía cara de angustia. No sabía que hacer. En un momento dado que cogió de la mano izquierda y tiró de mi. Yo la seguí sin ofrecer resistencia.
No era una de las casas, quería llevarme a la plaza central de esa minúscula localidad. Una algarabía de gente se arremolinaba entorno a un hombre atado a un palo de madera. Estaba siendo golpeado a latigazos, dados por un hombre alto y robusto, que llevaba una toga y unas sandalias de cuero. La niña lloraba, y deduje que debía ser un familiar suyo, quizá su padre o su hermano. La muchedumbre reía y llenaba el aire de gritos y palmadas. Aquello era inhumano.
La niña se tapó la cara con las dos manos, mientras lloraba, y yo, cobardemente, aproveché para salir corriendo de allí.
Crucé de nuevo la puerta y me encontré de bruces con un señor que se estaba lavando las manos en el retrete del restaurante. Me miró.
-¿Es que no sabe tirar de la cadena?, caballero – me dijo algo sorprendido.
-Si, es verdad, perdone… – dije algo aturdido, y accioné la cisterna.
Salí de allí sin saber cuánto tiempo había pasado realmente, pero vi claramente que mi propina seguía sobre la mesa, encima de la cuenta. Sorprendente. Yo danzando por el tiempo y aquí como si no hubiera pasado nada. Estaba claro que esto no podía decírselo a nadie si quería seguir teniendo mi reputación intacta.
Salí a la calle y me dirigí a casa. Hacía calor. Miré el reloj y marcaba las 15.45h. Buena hora para volver a casa y descansar un poco.
De camino a casa pasé por el escaparate de una librería y tenían en el expositor un libro que me llamó la atención: “La teoría de la relatividad” de Albert Einstein. “Mira, qué oportuno”, pensé, y pasé de largo, acelerando el paso.
Justo cuando estaba en la entrada, al lado del buzón, pude ver claramente a través de la ventana de la cocina que mi mujer estaba hablando con otro hombre. Aquello me inquietó bastante. Curiosamente era parecido a mi por detrás. Ella hablaba con él, frente a mi, mientras que él me daba la espalda. ¿Quién era aquel tipo? ¿Qué hacia en mi casa?
Me quedé helado cuando al final pude ver sin género de dudas que era exactamente como yo. Al final se besaron y cogidos de la mano entraron al salón, desapareciendo de mi vista.
Aquello era muy extraño.
Llamé a la puerta y esperé. Mi otro yo abrió la puerta y nos quedamos mirándonos sin mediar palabra. Nos quedamos tan sorprendidos que ninguno de los dos decía nada.
-¿Quién es?, cariño – oí decir desde dentro de la casa.
-¿Quién eres tu? – pregunte a media voz, casi temblando.
-El marido de Esther ¿y usted quién es? viste como yo ¿qué quiere? – me contestó.
Aquello me dejó tan atónito que eché a correr calle abajo sin decir nada. Tras cinco minutos corriendo a pleno pulmón me detuve y me senté en un banco, cerca de una fuente, a la sombra de un hermoso árbol. No entendía nada, pero la aventura de viajar en el tiempo me había pasado factura: otro “yo” había ocupado mi espacio-tiempo mientras estaba ausente. Supongo que Einstein me entendería, pero desde aquel día fui un vagabundo incomprendido…
Copyright Carlos Perón Cano 2010.
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