sábado, 31 de marzo de 2012

Bocetos (2012)

1.

-¡Hija de puta, eres una zorra asquerosa!

Este correlato de bellas palabras fue lo primero que oí y lo que me echó de la cama. Eran las 8.35h y yo estaba dormido profundamente.
Abrí un ojo y dirigí mi cabeza en sentido a la pared de mi habitación, de donde venían los improperior.
Malditos vecinos ruidos, pensé, siempre creyendo que viven solos.

Un fuerte golpe de puerta cerrada de malas maneras me sobresaltó de nuevo. Resoplé. Un hilo de luz vespertina se filtraba por la persiana de las ventanas. Una de ellas estaba estropeada, atascada, creo que oxidada. Miré el techo comenzando a pensar que hacer este día. Estábamos en abril, ya empezaba a hacer calor y estábamos a sábado.

-¡Siempre aprovechas para zorrear cuando yo no estoy. Me parto el culo trabajando para que tu me pongas los cuernos, so zorra! - escupió la voz masculina desde el otro lado de la pared.

Qué gente más cansina, pensé de nuevo. Si hay algo que no aguanto es la falta de civismo y menos aún los malos modales verbales.
Ella parecía no decir nada. Quizá él tenga razón, pensé por un instante. Qué habrá pasado para que este tipo se pusiera así. Riñas domésticas en casas humildes de gente vulgar. Lo de siempre.
Me froté la cara con las manos y me estiré ricamente en la cama. La sábana estaba completamente arrugada y una de las almohadas en el suelo.

-¡Ya no me quieres, perra, eso es lo que pasa, ¿verdad?!

Algo cayó al suelo y se rompió estrepitosamente. Oí un sollozo y una silla desplazada con violencia. Las voces se oían un poco más lejanas, como si estuvieran en otra pieza de la casa, alejados de mi.
Me toqué la entrepierna y me olí la mano. Guerro, pensé, te tienes que duchar hoy mismo. Esta noche espero salir de diversión con mis amigos y tengo que estar presentable para poder ligar. A ver cuándo me echo novia formal, pensé. Esto de estar de picaflor empezaba a aburrirme.

-¡¿No dices nada?¿no te dignas a darme la razón, guarra?!

Estaba claro que este tipo estaba muy enojado. Su querida la tenía que haber armado bien gorda. Quizá la pilló infraganti, o quizá algún amigo o algún vecino se fué de la lengua y le contó todo. Quién sabe.
La verdad es que me daba igual. Este tipo de asuntos privados no me interesaban los más mínimo. Siempre he creído que lo mejor es hablar las cosas con tranquilidad, ser civilizados y llegar a un acuerdo.

-¡Te mereces que te de una paliza, y así no volverás a humillarme!

Cerré los ojos. La verdad es que hubiera dormido un poco más, hasta las 10h. El día se presentaba ocioso y largo, y no tenía ganas de levantarme tan temprano. Me hurgué la nariz un rato y me tiré un pedo. Me giré en la cama y me puse de medio lado. Cerré los ojos. Quizá ya hayan acabado, pensé. Quizá me den una oportunidad y pueda conciliar otra vez el sueño. Empecé a contar ovejitas.

-¿Sabes que tengo un arma? Quizá este sea el momento de utilizarla,
¡¿qué te parece, zorra?!

Vaya. Aquello ya no sonaba a discusión corriente y familiar. Joder, no sabía que tenía un vecino armado, qué peligro. Aunque pensándolo bien los tiempos que corren son bastante inseguros. Pero ya se sabe que las armas tiene dos caras, te pueden dar seguridad pero pueden ser una tentación demasiado destructiva. Abrí los ojos por completo y agudicé el oído. Si pasa algo llamo a la policia, pensé, heroicamente.
Oí claramente una bofetada y un grito ahogado. La mujer lloraba quedamente.

-¡Puta! - volvió a proferir.

Me quedé mirando fijamente el blanco de la pared. Esa superfície lisa y homogénea que relajaba. Me ayudaba a liberar la mente y dar rienda suelta a mis pensamientos. Muchas veces había imaginado situaciones y recreado mi mente mientras miraba una pared, un techo, una penumbra en el atradecer. Siempre fui muy soñador y mi fantasía era algo que tenía muy desarrollado, un aspecto de mi que siempre quería echar a volar, ya desde niño.
Empecé a imaginarme que entraba en casa de la vecina y la salvaba de su brutal marido celoso encabronado, tirando la puerta abajo de un empujón y saliendo con ella en los brazos, vitoreado por los vecinos en el rellano de la escalera.

-¡Bum......bang! - sonó secamente en el silencio matutino de una mañana de sábado.

¡Dios! pensé, ¡eso ha sido dos disparos! Sobresaltado me incorporé en la cama y acto seguido me acerqué a la pared. Pegué la oreja para ver si podía escuchar algo que me diera una idea clara de qué acababa de suceder.

Silencio.

No se oía nada, no ocurría nada. Muerta, pensé, está muerta. ¿Y si él se ha suicidado después de matarla a ella?. Vaya situación. Qué horror. Volví a la cama y cogí el teléfono. Tengo que llamar ya mismo a la Policía, esto ha sido un crimen pasional, enfaticé.
Me metí en la cama otra vez e intenté imaginar los posibles escenarios que se habían desarrollado detrás del tabique de mi habitación.
Lo más probable es que los dos estén muertos. Si él estuviera vivo se oiría movimiento, pisadas, puertas abriéndose y cerrándose, alguna que otra palabra.
Dos personas menos en un Mundo de siete mil millones de almas, pensé. Trágico e insignificante a la vez. No somos nada, pensé con pesimismo.

Silencio.

Al cabo de un rato una sirena de patrulla de Policía se oyó en la lejanía, acercándose rapidamente. Voces de vecinos y pisadas en la escalera. Alguien golpeó mi puerta. Un perro ladró. Un niño lloraba.
Alguién había llamado a la Policía, alguien se me había adelantado.

No salí de la cama hasta medio día.


2.

Aquella estantería llena de libros reinaba con elegancia aquella estancia del salón, en aquel atardecer de 1913.
Estaba repleta de libros, algunos de ellos apilados horizontalmente, polvorientos. El mazizo de la madera de caoba llenaba el espacio que delimitaba con actitud pesante y paciente.

Me quedé de pié, fijamente, mirándolo.

Me impresionaba su robustez y me imaginé el peso que debía suponer toda aquella cantidad de madera y de papel.

Todos aquellos libros me miraban.

Tenían una actitud de superioridad ganada justamente por el paso de los años, de los siglos, de sociedades decadentes que ya no existían. Sus autores estaban muertos, pero ellos estaban vivos, esperando a ser leídos. Todo un triunfo en la existencia, pensé. Que la obra sobreviviera al autor se me antojaba una ironía de la vida.
Miles de pensamientos almacenados entre lomo y lomo de madera, de tela curtida, de libros forrados por manos expertas que ya murieron de viejas, llenas de arrugas y cansancio.

Todos aquellos libros me miraban, me sonreían.

En la penumbra de la sala los libros se me presentaban difusos y etéreos. Di un palo hacia delante y esforcé la vista para vislumbrar algún título que quizá conociera, pero fue en vano.
Los había de todos los tamaños y los colores eran oscuros y negruzcos. Eran libros antiguos, sabios, viejos y olvidados. Como sucede con las personas cuando son demasiado viejas, pensé. Toda aquella visión representaba panoramicamente el ciclo de la vida en una sola imagen.
Di otro paso hacia delante.

Todos aquellos libros me miraban, me observaban.

Alargué la mano derecha y acaricié el canto de uno de aquellos libros, al azar. Su textura era rugosa y dura, fria y condescendiente. Pasé mi dedo índice por él, lentamente. Mientras realizaba esta acción se me pasó por la cabeza la vida de su posible autor, de su posible encuadernador, de su posible editor, y de todas las miles de vivencias que hacían falta para poder sintetizar en todas aquellas hojas toda una vida con sus pensamientos. Pensé que la creación, en sus diversas manifestaciones, es como un parto. Doloroso y dichoso.

Di un paso más hacia la estantería.

Eché un vistazo al conjunto de los libros y comencé a sacarlos lentamente, sin orden, para poder leer sus títulos y descubrir sus autores. Este proceso lo realizaba con delicadeza y respeto, como si de un ritual se tratara. Siempre, desde que fui niño, los libros me causaban un respeto casi inexplicable. No saber lo que decían sus páginas me intrigaba y hacían de mi un acólito lector.
Los títulos eran variados y todos ellos notables. Giordano Bruno, René Descartes, David Hume, Erasmo de Róterdam, Michel de Montaigne, Blaise Pascal. Pero había uno de ellos que me llamaba la atención especialmente, escrito en latín: El Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum, del año 1559. Este libro coronaba la estantería, en lo alto del último anaquel, pesante y encuadernado en piel.
Leí los títulos mientras acariciaba las letras lentamente, sintiendo su grabado y su artesanal escritura.
Toda aquella sabiduría, todo aquel pedazo de historia durmiente en aquella estantería de caoba me relajaba y me intrigaba a la vez, me inquietaba.

Todos aquellos libros me miraban, me juzgaban.

Miré la hora en un viejo reloj de pared que había en un rincón de la estancia, cerca de mi. Era tarde. Debía marcharme. Dejé en su sitio el libro que tenía en las manos y eché un último vistazo a todos ellos. Volveré para leeros, pensé en voz alta, y me dirigí lentamente hacia la puerta.

Mientras cruzaba el pasillo oí claramente un crujir de maderas y unas diminutas risas que no eran humanas. No me volví.

Aquellos libros sabían mas de mi que yo mismo.
Nunca más volví a aquella casa.


3.

Paseaba por una de las calles de mi pueblo, en Otoño, a eso de las 19:30h, y hacía algo de frío. Mi pueblo era pequeño, acogedor y sencillo, con sus calles estrechas y su iglesia románica en la plaza, donde cada noche se congregaba la ciudadanía para los cotilleos de los adultos y la algarabía de los jóvenes.
Anochecía. Andaba solitario.
Después de tomar un mosto en casa de un familiar, decidí dar un paseo para tomar el aire. En aquella casa siempre se fumaba mucho y era razón más que suficiente para dar un buen paseo y oxigenar mis pulmones. Siempre he odiado el tabaco. Es malo para la salud y huele fatal.

Absorto en mis pensamientos me llegué hasta la puerta del Camposanto, pasando por uno de los muros de la iglesia y cruzando el río que daba nombre a nuestro pueblo. Tenía una valla inmensa de hierro forjado, algo oxidada, con un gran cerrojo y un pequeño candado dorado, que colgaba del mismo. El enterrador cerraba bien la puerta para evitar que algún gracioso hiciera de las suyas en aquel suelo sagrado.

Empecé a dar media vuelta, pensando en los menesteres que al día siguiente me esperaban. Casi siempre era lo mismo: ordeñar, la míes, los aperos de labranza y tomar un trago en la cantina. Pero ver de vez en cuando a Teresa, la jovenzuela más guapa del pueblo, me daba un halo de alegría, rompía la rutina. Qué chica más guapa y rolliza era aquella moza. Quién tuviera su edad para comenzar un romance, como cuando uno era joven. Pero el tiempo pasa y no perdona.

Tras pasar por el río, ya de vuelta, una neblina blanquecina comenzó a hacer acto de presencia. Cierto es que no sabía muy bien a qué se debía aquella espesura repentina, ya que nunca había visto, en todos mis años viviendo en aquel paraje, semejante fenómeno. Y poco a poco se fue haciendo más espesa, mientras anochecía.

Mis pasos me llevaban de vuelta a casa cuando divisé en la espesura de la niebla unos pies negruzcos, cosa que hizo detenerme y agudizar la vista. Una figura oscura y de poca estatura me llamó la atención. Quien fuera aquella presencia llevaba algo al hombro.

-¿Hola? - pregunté

La figura no dijo nada, solo estaba allí.

-Buenas noches, ¿quién es usted? - repetí

Silencio.

-Me llamo Alfredo Costales y soy oriundo de este pueblo. ¿Es usted de aquí o se ha extraviado?

La figura misteriosa dio un paso hacia delante acencándose a mi. Yo hice lo mismo. Su respiración era profunda y no podía ver su cara. Algo tenia en la cabeza que no me dejaba ver sus facciones.
Tras un instante breve proseguí mi monólogo.

-¿Necesita ayuda? ¿Cómo se llama?

Silencio.

No comprendía porqué aquella cosa no decía nada. Comencé a impacientarme. Me acerqué un poco más y aquello hizo gesto de venir hacia mí. Capté un olor desagradable, una mezcla entre podrido y rancio. Seguía sin verle la cara a aquella presencia. Era rara, extraña. Su respiración era profunda y penetrante, exhalando vaho de manera casi imperceptible. Volví a hablar.

-Bueno, sigo mi ruta, buenas noches - e hice amago de proseguir mi camino.

-No se marche, quédese, he de hablar con usted - dijo una voz profunda, lenta y regular, como oída desde el fondo de una tinaja.

Me quedé quieto y expectante. Me llamó mucho la atención su manera de hablar, el tímbre de su voz.

-¿Quién es usted? - dije algo nervioso. Aquella persona era extraña, y desde luego ni del pueblo ni de la comarca. Un forastero misterioso.

-Soy La Parca - espetó la voz.

-¿La Parca? - respondí.

-Exacto - respondio cadenciosamente - La Huesuda, La Calaca, La Calavera, La Catrina, La Dama Fría - siguió hablando - tengo muchos nombres ¿sabe usted?.

Me quedé pensando un instante sobre aquel ramillete de nombres y no conseguí dar con la identidad de la presencia maloliente que tenía delante.

-Perdóneme usted, pero no conozco ninguno de esos nombres. Aquí en el pueblo todos nos conocemos, y esos nombre no me suenan. Discúlpeme.

Tras un breve momento de silencio, que se me antojó tenso y largo, la presencia habló.

-Soy La Muerte - dijo en un tono aclaratorio - los mortales me habéis puesto tantos nombres y tantos motes que no sois capaces de reconocerme.

Me quedé frío como el hielo. No sabía qué decir. Pero hablé.

-¿Y qué busca en mi humilde pueblo?, señora Muerte - dije intrigado.

-Esta noche alguien morirá. Será de viejo, y debo estar cerca para poder llevarme su alma. Siempre ha sido así - me explicó la voz.

Pues vaya, esta noche se nos muere un vecino de la comarca y solo yo lo sabía. Por un instante me sentí privilegiado por esta información de última hora. Se suponía que sólo lo sabía yo, y claro está, la señora Muerte.

-Pues vaya, que desgracia - dije ingenuamente, con un hilo de voz.

-¿Desgracia? - respondió secamente.

Capté al instante que había metido la pata. A la Dama Fría no le gustó ese comentario. Intenté corregirme.

-Quiero decir que para las personas cercanas al fallecido siempre es dolor y tristeza la muerte de un ser querido, ¿no?

La Huesuda no me contesto. Se quedó expectante, como si estuviera psicoanalizándome. Aquello no me gustó. Rompí el hielo con más conversación.

-¿Qué lleva usted en el hombro? ¿qué es? - pregunté.

-Una Guadaña - respondió.

-Y ¿para qué es? ¿para qué la necesita? - volví a preguntar.

-Forma parte del vestuario. Mi imagen está ligada siempre a una Guadaña grande e imponente. Me sirve de poco pero debo llevarla ¿sabe usted? - respondió y tras un breve silencio prosiguió - este traje negro también forma parte de mi imagen. Siempre ha sido así. Mi presencia es más siniestra y temerosa. Funciona.

-Comprendo... - respondí intrigado - y dígame una cosa. Siempre he tenido una duda en relación a los muertos. ¿Dónde mete usted a tanta alma? Todos los días mueren en el Mundo miles de personas. Un alma ¿ocupa mucho? - pregunté.

La Calaca se quedó muda un instante. Creí haber metido la pata otra vez, pero habló.

-Las almas son incorpóreas, no ocupan sitio y no pesan nada. No saben a nada y no huelen a nada. Pero tienen un gran valor. - aclaró la señora Muerte.

-Comprendo. ¿Y por qué tienen un gran valor? - pregunté de nuevo.

-Son portadoras de la esencia divina, son santas. Aunque algunos han sido tan pecadores en esta vida terrenal que tienen demasida carga. Las almas de los pecadores pesan más, son más opacas - aclaró.

La verdad que estaba aprendiendo muchas cosas aquella noche con la señora Muerte. Incluso empezaba a caerme bien.

-¿Y usted cómo hace su trabajo? - pregunté de nuevo.

-Muy sencillo - respondió al instante - me situo cerca del lecho de muerte, por lo general en el cabecero de la cama, y espero. Cuando el muerto se muere, cuando expira, su alma comienza a flotar y entonces yo actuo. Pillo al vuelo el alma, la atrapo con fuerza y me la llevo conmigo al Más Allá - aclaró.

Pues vaya un sistema más rudimentario, pensé. Al fin y al cabo era un trabajo de lo más sencillo. No tenía mucho misterio.

-¿Usted qué edad tiene? - pregunté.

La Calaca rió quedamente por un instante. Vi ascender en el aire un hilo de vaho, y un ligero olor a pudredumbre me vino al olfato.

-Yo soy tan vieja que no tengo edad, ingenuo mortal - dijo con aplomo.

Aquello me dejó sin palabras. Comprendí que la conversación había llegado a su fin, que ella tenía trabajo por hacer y yo debía llegarme a mi casa.

-Encantado de conocerla, señora Muerte. Un honor haber podido hablar con usted - concluí.

-Algún día nos veremos - respondió secamente.

Aquellas palabras me pusieron los pelos de punta y comencé a andar a paso ligero hacia mi casa. En la esquina de la plaza me giré un instante para echar un último vistazo, pero ya no estaba allí.

Al día siguiente todo el mundo hablaba de la muerte de Manuel, el panadero. Había fallecido a los 84 años, en el dormitorio de su casa.


4.

Grandes y espaciosas eran las habitaciones de aquella Residencia, a las afueras de la ciudad.
Personas mayores y desahuciadas por la vida moraban entre sus paredes, esperando que algún día dejaran de estar allí. Sus familias vivían vidas alegres y dichosas en algún lugar lejos de allí, ajenos a aquella realidad moribunda de tiempo pesado y recuerdos lejanos. Olía a carne vieja y lejía barata. Las enfermeras mostraban una actitud impávida y fría ante todo aquello, y las vidas de aquellos ancianos eran pura rutina, con un horario que cumplir.
En una esquina de una habitación, medio soleada y medio cubierta de penumbra un anciano miraba la ventana.
Miraba, pero ya no veía.
Sus ojos estaban cansados de ver injusticias y guerras. Todas aquellas personas, amigos, que había conocido en la vida estaban muertos.

En algún lugar sonaba una radio. Alguien tosió. Una puerta se cerró.

El anciano giró lentamente la cabeza y observó la palma de su mano derecha, llena de arrugas y muy huesuda, temblorosa. En sus días de juventud había ganado un campeonato de voleibol, fué bueno en el deporte. Ahora le costaba hasta respirar y el desánimo se había apoderado de él progresivamente, lentamente.
La vejez era algo sibilino que llegaba un día claramente cuando te veías en el espejo y ya no eras el mismo. Las arrugas mancillan tu identidad hasta que anuncian claramente el cambio a una etapa final de tu vida, irreversiblemente.
En aquella palma de la mano vió gran parte de todo aquello que había conseguido en la vida, pero sobre todo recordó acariciar la cara de su amada que hacía tiempo ya no estaba con él. Por un instante sintió el tacto cálido y suave de su querida esposa, acompañada de su dulce sonrisa y su olor perfumado. Aquel recuerdo fue una punzada de alegría que duró un breve instante. Bajo la mano.

Mirando de nuevo por la ventana los arboles se presentaban como personas gigantes que nos saludaban al ritmo que marcaba el viento. Grandes álamos abrazaban la Residencia con generosidad y elegancia. El jardín siempre estaba muy cuidado, para disfrute de los ancianos.

Unas risas se oyeron en el pasillo. Alguien tosió con fuerza.

Cerró los ojos e imagino alguna etapa de su infancia. Su infancia fue el período de mayor felicidad que había experimentado en vida, hasta que la Gran Guerra llegó sin avisar y aplastó la ingenuidad y bondad de la gente, de las personas que vivían con él. Siempre jugaba a media tarde en la vereda del río con sus compañeros del colegio, aquel colegio destartalado de ladrillo rojizo. Siempre fué un buen estudiante y siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás.

Ochenta años después todo lo que había vivido, todas aquellas personas que había conocido ya no existían. El tiempo se había tragado todo lo que había sido, y ahora solo miraba por la ventana, sin ver, esperando el acto final del teatro de la vida.

Su puerta se abrió y alguien miró furtivamente cerrando la puerta con un leve ruido. En alguna habitación escuchaban ahora música clásica. Unos pájaros piaron entre los árboles.

El anciano se recolocó en su silla y bostezó. Giró con dificultad la silla de ruedas donde estaba postrado y echó un ligero vistado a la televisón situada en un rincón de la habitación. Gente estúpida que reía estrionicamente en un concurso para ganar dinero. Apología del consumo, pensó el anciano. Aquello ya no le interesaba nada. Aquellas personas ignoraban el destino que les esperaba, despistadas y adormecidas por el consumismo que imperaba en la Sociedad. Lo peor de todo, pensó de nuevo el anciano, es que a cierta edad ya nadie se acuerda de uno. Eres un recuerdo en vida, una caricatura de ti mismo.

Giró de nuevo la silla y quedó de nuevo frente a la ventana. Miró el reloj de pulsera que llevaba. Las 20.23h. En breve darían la cena, esa cena ligera y nutritiva que cuidaba de la salud de los allí encerrados. Nada de colesterol, nada de sal. El menú de la Residencia le aburría. Todos los días parecían ser el mismo día, salvo cuando alquien fallecía y al día siguiente todo el mundo hablaba sobre este hecho. Pero después todo volvía a su cauce, todo volvía a la senda del olvido y nadie se acordaba ya de quién había muerto.
Algún que otro familiar aparecía fugazmente por allí. Siempre eran sonrisas falsas, sentimientos de culpabilidad y prisas por marcharse.

Alguien tosió. Una puerta se cerró.

El anciano cerró los ojos y empezó a conciliar el sueño involuntariamente. Los medicamentos le daban mucho sueño.
Estaba cansado de estar cansado, estaba aburrido de la vida.

La enfermerá entró puntualmente en la habitación para repartir la cena. Después de atender a dos personas se acercó al anciano de la ventana, tranquilamente. Tras un saludo rutinario y una palmada en el hombro la enfermera se dispuso a darle la primera cucharada de sopa.

Pero el anciano ya no estaba realmente allí.

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Copyright Carlos Perón Cano 2012.

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